Premiado por Decanter: el enólogo argentino que logró “domar” uno de los viñedos más extremos del mundo
Pocos enólogos tienen la oportunidad de ser pioneros en nuevas regiones, y menos aún en terroirs extremos en los que los manuales de texto resultan inútiles. Quizás ninguno llegue a ver que sus...
Pocos enólogos tienen la oportunidad de ser pioneros en nuevas regiones, y menos aún en terroirs extremos en los que los manuales de texto resultan inútiles. Quizás ninguno llegue a ver que sus esfuerzos innovadores den lugar a vinos de clase mundial en menos de una década. Sin embargo, todo esto aplica a Juan Pablo Murgia”. Con esas palabras, la prestigiosa revista Decanter justificó la distinción “One to Watch” que destaca a aquellos enólogos jóvenes de perfil innovador, que este año recayó en manos de este mendocino de 41 años que divide su tiempo haciendo vino en su provincia natal y en la frontera de la vitivinicultura argentina: Sarmiento, en el extremo sur de Chubut.
“Este lugar hay que domarlo”, dice Murgia que pensó en su primera visita a la estepa patagónica donde hoy se encuentra plantado el viñedo Otronia. Allí, el clima es el más hostil que haya enfrentado jamás un enólogo: temperaturas que llegan hasta los menos 20° y vientos que puede soplar a 100 kilómetros por hora durante todo el día. “Hoy, en pleno febrero, hubo helada en Sarmiento”, agrega el gerente enológico de Avinea, grupo de bodegas de Alejandro Bulgheroni entre las que se cuentan Argento en Mendoza y Otronia en Chubut.
Lo que sorprende –y que destaca Decanter– es que en menos de 15 años desde que Murgia plantó las 52 hectáreas de Otronia, sus vinos se hicieron un lugar en las preferencias de la crítica especializada, obteniendo altísimos puntajes y premios de todo tipo. Al mismo tiempo, este enólogo también se destaca por su trabajo en el marco del proyecto Matrizviva, que realiza estudios en materia de agroecología. Fruto de esa investigación este año nacerá una nueva bodega mendocina –Viña Artesano–, cuyos vinos toman como nombres las flores y hierbas que Murgia planta entre las vides para regenerar los suelos y el ecosistema de los viñedos.
–¿Tu familia está vinculada al mundo del vino?
–Todas las familias mendocinas de principios del siglo pasado tienen algún vínculo con la viticultura, en mi caso, del lado de mi padre. Mi abuelo era viticultor y bodeguero. Tuvo una bodeguita, pero nunca hubo desarrollo de marca. Mi padre estudió para ser contador y se dedica a eso, pero también es viticultor. Desde que yo era chico tiene una finca en Luján de Cuyo, donde produce Malbec.
–¿Qué recuerdos asociados a esa finca tenés?
–Me acuerdo hasta de la plantación del viñedo. Había un parral de uvas Moscatel rosado, que ya era viejo cuando yo tenía cinco o seis años y que mi padre injertó con Cabernet Sauvignon. Después empezó con la plantación de Malbec. Pero los recuerdos son más del campo, de los caballos y la chacra, donde plantábamos de todo. La finca tiene un casco histórico muy bonito, donde pasamos veranos enteros. Creo que mi cariño por el campo viene de ahí.
–¿Estudiaste enología para seguir la tradición familiar?
– Fue una decisión compleja porque más allá que está esta tradición del campo, la más fuerte es ser contador. Mi padre es contador, mi hermano es contador y yo iba a serlo también. Me acuerdo que me inscribí pero nunca empecé, porque me di cuenta de que me iba a ser difícil tanto número. Por otro lado, era la época en que estaba comenzando la era de la vitivinicultura moderna, de los vinos de alta gama. Se venía una revolución. Empezaba el Malbec, que a veces pensamos que lo estamos haciendo desde hace muchas décadas, pero en esa época mi padre estaba entre plantar Malbec o Merlot, que era una cepa tan potente como el Malbec.
–¿Y vos qué te atraía del mundo del vino?
–El campo. Pero lo que más disfruté ha sido la química. Siempre me gustó pensarme haciendo mezclas y trabajando del lado de la química, porque la biología me apasiona. Te diría que es una de las materias que más me gusta. Trabajé en un laboratorio en mis inicios, en el Centro de Estudios Enológicos del INTA, ese fue mi primer trabajo formal. Todos somos al inicio laboratoristas, pero a mí me encantaba. Me gustaba mucho más que un balance entre el debe y el haber.
–¿Cuál fue tu primer trabajo en bodega?
–Me fui a trabajar a Fabre Montamyou con un gran amigo, Matías Riccitelli, que también era un pibe en esa época. Hice una cosecha con él en Fabre y después me fui a trabajar a Bodega Vistalba. Esa fue mi escuela de vinos de alta gama. Ahí conocía a Alejandro Cánovas, que sería mi maestro. Vistalba creo que fue una pionera en la alta gama. Hacíamos vinos de corte, que era una cosa bastante novedosa, con un enfoque muy bordelés, muy de terroir. Tal vez no tanto queriendo mostrar el terroir, sino esa destreza enológica, produciendo esos vinos potentes, vinos ricos de esa época, pero que no dejaban de hablar de un gran lugar que era Vistalba. Así que fueron varios años ahí, y aprendí un montón. Y ahí surgió la conexión directa con lo que vino después a través de Grupo Avinea y la familia Bulgheroni .
–Vos viviste los 2000, un momento de grandes cambios para el vino argentino.
–Soy parte de esa generación. Cuando empecé venía el coletazo final de la industrialización y la tecnificación de la industria del vino. Pero no estábamos mirando el lugar. Lo que pasó en los últimos 20 años, y sobre todo en los últimos 10, ha sido poner el foco en el lugar. Hace 30 años, de un viñedo hacías uno o dos vinos. Separabas por variedad y esa era toda la diferencia. Hoy nuestro viñedo de Argento en Agrelo está dividido en 80 parcelas, donde lo que cambian son factores como la textura del suelo o la pendiente. También en estos años ajustamos los puntos de cosecha. Antes buscábamos sobremadurez, lo que se traducía en vinos de mucha concentración. Después de habernos ido hacia el otro extremo, hemos encontrado el punto justo de cosecha para cada variedad en cada lugar. Y eso nos permite hacer vinos de mayor pureza y carácter.
–¿Con qué te encontraste al llegar a Sarmiento?
–Lo primero que me sorprendió es la inmensidad de la estepa. Soy mendocino, viví toda la vida mirando la Cordillera. Y en Sarmiento no ves un límite, la vista se pierde en el horizonte. Lo otro es la pureza y la intensidad de la naturaleza. El aire y el sol son diferentes. Te sorprende la naturaleza del lugar, su energía y su potencia. “Este lugar hay que domarlo”, pensé cuando llegué. Es uno de los viñedos más fríos del mundo.
–¿Qué tan frío?
–En invierno hasta 20° bajo cero. Pero en verano, en época de cosecha, hasta menos 5°. Tan frío es que el año pasado cosechamos uvas congeladas en forma natural, a 8° bajo cero, lo que nos va a permitir elaborar el primer vino de hielo de la Argentina. Pero más allá del frío, la bofetada más fuerte que sentís cuando llegás es el viento: es el gran desafío del lugar.
–¿Y cómo domaron el viento?
–Aprendimos a bloquear las ráfagas de viento, porque si no te quedás sin vino. Hay días en que sopla a 100 kilómetros por hora. Los árboles que sobrevivieron en Otronia están todos inclinados. Por eso plantamos tantos álamos como vides, para crear “cortinas” de árboles que protejan el viñedo del viento, pero como esto es viticultura de precisión cada parcela está protegida en forma independiente, según el ángulo de donde sople el viento. Mientras los álamos crecían, protegimos las vides con telas y aprendimos que aun con álamos acá las telas siguen siendo necesarias. Hemos ido aprendiendo en diseños de energía eólica, que es el factor más desafiante.
–¿En algún momento pensaste “este viñedo no va a funcionar”?
–Tuvimos épocas de vientos muy fuertes, cuando todavía no terminábamos de encontrarle la vuelta, en que se nos tapó un cuartel de Pinot Noir con arena. Lo abandonamos, pero ahí aprendimos que al médano también hay que regarlo para que no se levante la arena. Otro tema es la fauna local, hay días que entro a los viñedos y están llenos de guanacos... Incluso una vez nos comieron todo un cuartel de Merlot.
–Suena a una historia de exploradores, de conquista.
–En eso le doy la derecha al dueño, que sin ser una persona histórica en el mundo del vino (hoy después de 20 año ya es un experto) decidió apostar por este lugar. Después fuimos nosotros a ejecutarlo, pero Alejandro fue quien tuvo una visión impresionante de lo que podía ser este lugar. Aun así, frente a todos los desafíos de Otronia, siempre pienso que si pudiera tener la posibilidad de mejorar las condiciones climáticas no lo haría. Porque sin el viento y el frío los vinos no tendrían el carácter que hemos logrado. Los vientos ayudan a que las plantas tengan un equilibrio como si fueran viejas, con una producción perfecta para hacer vino de alta gama. El frío es lo que da el refinamiento y el carácter, mientras que el sol, con un altísimo índice UV, permite que la uva madure a pesar de las bajas temperaturas.
–¿Cuál es hoy la frontera geográfica del vino argentino? ¿Se puede ir más al sur todavía?
–De lo que estoy seguro es que Sarmiento está bastante más allá de lo que era el límite de la viticultura de la Argentina, que era más al norte, en la comarca andina. Cuanto más al sur, más extremo se pone. Pero a la vez, siempre se puede ir un poco más allá, aunque se necesita mucho más que viticultura de precisión. Lo que se necesita es la voluntad de querer romper las barreras. Yo diría que es un desafío de exploración y una revolución lo que se ha dado en este proyecto.