A cien años del paso por Buenos Aires del padre de la relatividad
Vemos, o leemos, según nos atengamos a la foto o al epígrafe que la explica, al “eminente hombre de ciencia sonriendo a los fotógrafos en momentos de abandonar el barco que lo trajo a nuestra ...
Vemos, o leemos, según nos atengamos a la foto o al epígrafe que la explica, al “eminente hombre de ciencia sonriendo a los fotógrafos en momentos de abandonar el barco que lo trajo a nuestra capital”. Lleva un sombrero de color claro, el corbatín apenas fuera de lugar y el traje gris de tela liviana, abotonado hasta el pecho, que también lucirá, invariablemente arrugado, en las reuniones informales, en sus actividades recreativas y aun el día en que vuelva a subirse al barco, de aquí a un mes. En el bolso que cuelga de su mano, única pieza de equipaje aparte del violín, lleva un traje más, elegante y con chaleco, que ha de estrenar mañana en el Colegio Nacional Buenos Aires, y que seguirá vistiendo en las demás recepciones con que será agasajado, o más bien abrumado, aunque solo hasta que le llegue el momento de ser abrumado por las despedidas. Dos piezas de vestuario para un mes de estadía pueden parecerle un número escaso a una persona preocupada por su apariencia, o incluso por la apariencia de los otros, pero para el que debía usarlos, que era todo menos una persona preocupada por eso (la ropa, no los números), dos trajes resultaban uno de más.
Rodean al genio de la física, igual de sonrientes en la templada mañana de este veinticinco de marzo de 1925, los miembros de la comitiva que fueron a recibirlo a Montevideo, adonde el Cap Polonio hizo escala luego de pasar por Río. Se han quitado los respectivos sombreros a fin de lucir frente a las cámaras sus cabelleras lisas y brillantes, lo que hoy llamaríamos “engominadas”, aunque decirlo para esta mañana sería incurrir en anacronismo. Son tantas las cabezas anfitrionas destapadas para la foto a la altura de su nariz que el extranjero difícilmente haya dejado de oler, con una pureza que acaso no se manifestara antes, lo inaudito del aroma que emana de ellas. El fijador de cabello, suponemos que el de Brancato, el mismo cuyo nombre comercial, convertido ya en sustantivo común, fijaría más tarde menos un producto que toda una época, al punto de llegar hasta el diccionario de la Real Academia, aun cuando en su etimología siga sin consignarse que se trata de un invento argentino, tan nuestro como la picana eléctrica; la Gomina o gomina tiene que haber sido entonces la primera impresión que Albert Einstein tuvo de nuestra república.
–¿Qué es eso que se ponen en el pelo? –preguntó hace un momento, movido por la curiosidad innata de todo científico.
–Se llama “Gomina” –le informó una de las dos cabezas que asoman a la derecha (nuestra izquierda) de la cabeza más célebre de todos los tiempos.
Elsa Jerusalem era austríaca, pero hacía quince años que vivía en Argentina, por lo que había sido testigo de la invención del producto y de su primero paulatina y luego galopante difusión, que hoy (por 1925) ya había propiciado las consabidas imitaciones baratas. A fin de combatir este flagelo, el inventor apelaba a cualquier estrategia publicitaria, incluidas las que podrían parecer contraproducentes, como utilizar para ello la imagen de Einstein. Una idea que tendrían varios comerciantes, aprovechando que el físico teórico, aunque tuvo la lucidez de no dejarle a su Teoría de la invariancia ese primer nombre, intuyendo tal vez que “relatividad” tendría mejor marketing, no había tenido aún la idea de cobrar por los derechos de uso de su imagen, como harían en el futuro hasta los personajes literarios. Numerosos comercios intentarían aumentar sus ventas con la palabra que se asociaba instantáneamente a su cara, y aun su cara, incluyendo casas de moda en las que el modelo nunca hubiera puesto un pie: “Einstein tenía razón, todo es relativo –proclama por ejemplo Albion House, Cangallo esq. Maipú–: a pesar de ser tan grandes, no tenemos lugar para guardar los trajes de un año para el otro. Cueste lo que cueste, deben salir todos sin excepción…”. La moda publicitaria llegaría hasta los productos menos pensados, como el del farmacéutico Brancato, a pesar de que la salvaje cabellera blanca de Einstein fundó el mito de que todo genio anda despeinado o que toda persona despeinada es un genio o ya cumple con el requisito básico para serlo.
–Es como pomada para zapatos, pero con olor a repollo –agregó Elsa, para que no quedaran dudas de que compartía su repugnancia.
La imagen del repollo empomado hizo reír al huésped de honor y también a Mauricio Nirenstein, secretario de la Asociación Hebraica y catedrático de Literatura de la Universidad de Buenos Aires. Con ellos rieron los otros, que por no dominar el alemán tampoco sospechaban que eran objeto de su misma risa.
–Al menos no puede decirse que los argentinos no saben reírse de sí mismos –volvió a comentar Elsa, desatando aún más la risa de los germanoparlantes y, con ella, la del resto.
Esa cara sonriente constituye nuestra primera impresión de Albert Einstein en Argentina, aun cuando la foto que da testimonio de ella recién se publicaría en la revista El Hogar de la próxima semana. Los diarios del día siguiente, o Crítica de esa misma tarde, lo retratan serio, como quizá corresponda a una eminencia de la física teórica, si bien es siempre una pena que se pierda el chiste.
La complicidad entre ambos europeos había nacido en el barco. A poco de partir, Einstein anotó en su diario de viaje que conoció a una señora de apellido Jerusalem y ese primer encuentro le bastó para definirla: “Salvaje como una pantera”. Pertenecía, según le contó junto a la piscina del Cap Polonio, a la primera camada de mujeres que habían sido admitidas en la universidad de Viena, en donde había cursado las carreras de literatura alemana y filosofía. Una vez egresada, había publicado su primer libro, Venus en la cruz, una suerte de diario íntimo o fluir de la conciencia, fragmentario y onírico, de una mujer infeliz, hija de una madre violada, que es a su vez abusada por su maestro, luego se convierte en prostituta y acaba suicidándose con una sobredosis de barbitúricos.
–Bella trama –optó Einstein por la ironía ante un argumento que le seguía pareciendo escandaloso a más de un cuarto de siglo de su publicación–. ¿Y no le trajo inconvenientes publicar eso?
–Era mi objetivo. –Elsa se corrió los breteles de su malla enteriza a fin de que el sol no le dejara marcas–. Después publiqué un panfleto a favor de la educación sexual de las mujeres, que ya tenía escrito desde antes.
Einstein asintió, sin disimular su asombro, incluso su admiración, y volvió a trabajar su pipa, que se le había apagado. Era un capricho extraño del ser humano, ese de fumar en un objeto que parecía más preparado para desalentar que para favorecer la combustión. En eso las pipas se parecían a las mujeres, pensó, ambas exigían mucho más trabajo que el placer que luego estaban dispuestas a dar. Y, sin embargo, uno no se podía alejar demasiado tiempo de ellas.
–Pero mi gran éxito vino después –prosiguió Elsa, asombrada por la capacidad que tenía el hombre de pelo desordenado para de pronto abandonar la charla y perderse en la contemplación silenciosa de cualquier objeto, en este caso su pipa, a la que miraba como si fuera otra cosa–. ¿Nunca oyó hablar de mi novela El escarabajo sagrado, que ya lleva vendidos más de treinta mil ejemplares?
La exigencia de tener que aspirar en forma constante a fin de mantener encendida una pipa se repetía ahora de alguna manera en las nuevas pilas, pensó Einstein, aunque en un idioma ajeno a la similitud fonética entre ambos elementos. Según había leído en los últimos reportes sobre los avances en la materia, las pilas rendían mejor cuanto más se las usaba, una paradoja solo en apariencia, si se consideraba que el gasto de energía es una condición esencial para su producción, así como el aire mantiene vivo al fuego, aunque también sea capaz de apagarlo. El desafío del movimiento sostenido radicaba en generar mayor energía que la que se gastase en hacerlo, por más que la diferencia fuera infinitesimal, siguió pensando Einstein, que de joven lo hacía mediante fórmulas matemáticas, pero que había cedido a las frases simples y a los ejemplos mundanos desde que se viera convertido en divulgador de su propia teoría. La humanidad, nacida del descubrimiento del fuego, había concentrado sus esfuerzos en generar cada vez más y mejores fuentes de fuerza, por lo que ahora urgía aprender a almacenar y a transportar el producto, como a un fuego dentro de una pipa, sin perder en el trayecto más del que se ganaría con llegar a destino. Einstein sabía que la clave de esa energía milagrosa estaba en el movimiento de los átomos, pero cada vez que se sorprendía pensando en ello, o cada vez que alguien se le acercaba con una idea que iba en esa dirección, y ambas cosas ocurrían con mayor frecuencia de la que hubiera querido, el científico optaba por desestimar los esbozos y las propuestas, ya fueran ajenas o propias, asustado por las consecuencias que podría acarrear su validez.
–¿Y es autobiográfico, su libro? –preguntó al percibir que la otra había terminado con su resumen, aunque percibiendo enseguida que la pregunta no había caído bien agregó–: Muy interesante. Voy a leerlo.
Unos días más tarde, el del cumpleaños número 46 de Einstein, Elsa Jerusalem les leyó, a él y al capitán, con quien ya habían compartido un largo y entretenido almuerzo (la judía, del tipo ruso, y el alemán, del Este, le parecían a Einstein, cada uno en su tipo, dos personajes de nota); les leyó y les actuó, porque además de escritora era recitadora, por llamar de algún modo lo que si hubiera nacido mucho antes denominaríamos “juglar” y si hubiera nacido un poco después denominaríamos “performer”, se ve que por el lapso de algunos siglos la figura de este tipo de actor cayó en desuso, lo cual nos pone en el brete de si definirla como una adelantada o como una nostálgica; les leyó actuando o actuó leyendo su última composición, el drama en tres actos Lapidación en Sakya, que Einstein evaluó en su diario como “demasiado abstracto, pero de todos modos atrapante”.
Luego de la lectura performática, el capitán bajó a la sala de máquinas y la juglar se quedó conversando en su camarote con el crítico. Para no volver a ser interrogado sobre su vida privada, a la que su compañera de viaje se creía con derecho de acceso irrestricto luego de confesarle detalles de la propia, como que estaba separada del hombre con que había emigrado a la Argentina, el Dr. Víctor Widakowich, cuya primera esposa se había suicidado.