La aventura deportiva de cuatro amigos que cruzaron el Río de la Plata, desde Acassuso hasta la isla Martín García, ida y vuelta
Athos fue el apodo de Armand de Sillègue...
Athos fue el apodo de Armand de Sillègue d’Athos d’Autevielle, que nació alrededor de 1615. Fue el menor en una familia de dos hijos. Poco se sabe de su historia. Apenas que se unió a los mosqueteros en 1640 o 1641, y que murió en París dos años después. En esta figura se inspiró Alejandro Dumas para crear uno de los personajes de su obra. Allí, el propio Athos dice: “Descubrirás, joven, que el futuro parece más prometedor a través del fondo de un vaso”. Bohemio como ningún otro de sus colegas, tal vez se refería al prisma de la bebida bien tomada. Pero también al largo recorrido de las hazañas, que cambian de dimensión con la perspectiva de los años.
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Como si fueran extraídos de Los tres mosqueteros, cuatro espadachines de las velas y el mar, Raúl, Sergio, Adrián y Marcelo, quienes se reparten entre los 51 y 61 años, se atrevieron a una aventura deportiva. El desafío consistió en recorrer con tablas de windsurf el Río de la Plata desde Acassuso, partiendo de la Guardería Perú Beach, hasta la isla Martín García, con regreso al punto de partida, todo en el mismo día.
El 28 de diciembre último, Raúl Saubidet (60), Marcelo Weissel (58), Adrián Rubenffein (51) y Sergio Pagot (61) se reunieron temprano en el punto de partida en Accasuso. La tarea había sido milimétricamente planeada. Partieron puntualmente a las 8.15 y, luego de tres horas de navegación, entraron por un canal a la isla Martín García. Ese fue el momento de un almuerzo liviano, para luego emprender la vuelta, con un mismo tiempo de retorno a Perú Beach. Todo en el mismo día, lo que es testimonio del muy buen estado físico de los cuatro, quienes en las seis horas de navegación no tuvieron percances, ni una caída al agua.
La anécdota de color fueron los panes dulces que llevó Raúl durante el regreso, atados en la botavara. “Ni la bolsa de papel se mojó”, recuerda él, técnico del equipo argentino de windsurf y múltiple campeón mundial en distintos tipos de embarcaciones a vela, que hizo este recorrido varias veces. Marcelo y Sergio lo hicieron en tres ocasiones: una en solitario y otras dos en grupo, en 2024, y Adrián se sumó a dos cruces en grupo el año pasado.
Si Dumas los hubiera conocido...Adrián es de tierra adentro. El menor de dos hermanos de una familia tipo de clase media, nació en Parque Patricios, pero desde siempre vivió en Moreno. Malo para el fútbol, desde pequeño el contacto con el agua era lo que más lo divertía. La vida lo fue alejando, pero un día decidió hacer el curso de guardavidas y allí lo conquistó el buceo. Descubrió que estaba en su medio, “era una sensación indescriptible”, relata.
Con la intención de rendir el examen en Prefectura, debió hacer un curso de timonel. Con un docente apasionado, la navegación también captó su interés. Cada vez se le hizo más difícil la práctica del buceo, pero el cuerpo pedía agua, hasta que una amiga lo invitó a una formación de windsurf y fue un viaje de ida. “Me recibí de instructor de actividades acuáticas, windsurf, SUP y kayak -sigue-, y cada año viajaba a San Juan con la escuela en verano junto con mis alumnos”.
Las olas de la vida lo llevaron a trabajar en Perú Beach, la escuela de Tobal Saubidet, en Acassuso. De ahí fue un paso para conocer a toda la familia de Raúl, con sello ultradeportista. Lo “convencieron” para que se iniciara en el raceboard, “el velero más chico que debe existir -agrega-. Mis ganas de navegar a vela tomaron otro nivel. Recorrer el Río de la Plata casi con ruido nulo es muy pacífico”.
Los Saubidet se hicieron deportistas por obligación. Nueve hermanos en una familia con un papá abogado y una mamá liderando una inmobiliaria, obligaron a que los chicos se anotaran en cuanto deporte fuera posible: fútbol, natación, tenis… y cuando los nombres comunes quedaron fuera de la lista llegó el Optimist (vela). Raúl empezó a competir a los 9 años. Con varios campeonatos argentinos y sudamericanos en el bolsillo, en 1981 obtuvo el título mundial junto a uno su hermano, de 11 años. El tenía 17.
Con el tiempo, un fabricante de tablas de windsurf le propuso integrarse a su equipo y, desde ese entonces, es el deporte que practica. Ganó decenas de torneos; un título mundial master en 2010, en Mendoza; participó en mundiales en Italia, Canadá y Brasil; en torneos sudamericanos en Chile, Uruguay, Brasil y Perú.
En 1991 se casó con la esquiadora Maggie Birkner. La mixtura de temperamento dio vida a tres hijos superdeportistas que sumergieron a Raúl en una nueva etapa como entrenador olímpico. Bautista, Francisco y Celina no han parado de obtener buenas marcas internacionales en torneos del mundo y han participado incansablemente en Juegos Olímpicos. El propio Raúl ha cruzado cuatro veces a Colonia, en Uruguay, en diferentes tablas de windsurf y también se lanzó desde Perú Beach a Pinamar. Al mismo tiempo se animó a las cinco horas de la regata La vuelta a Fernando de Noronha, en Brasil.
Como Adrián, Martín nació lejos del agua, en Caballito, pero se crio en San Nicolás de los Arroyos con sus dos hermanos. Allí levantó la vela de windsurf por primera vez. Aprendió buceo en la adolescencia, cuando soñaba con estudiar Oceanografía y trabajar con Jacques Cousteau. Más tarde, un viaje cambió el rumbo y se hizo arqueólogo.
“Mi papá tenía una lancha Paglietini, con la que salíamos a pasear por las islas del Delta del Paraná, frente a San Nicolás -recuerda-. De alguna forma conseguimos traer un equipo de windsurf desde Alemania, y fue el que llevé a mi primer campeonato nacional en el embalse San Roque, en Córdoba, en 1992″. En el Delta esperaba los barcos grandes para pasarlos por popa y surfear sus olas.
En un viaje a Diamond Point, Hawaii, se codeó con Robby Naish, Pete Cabrinha y Arnaud Rosnay, los windsurfers del momento. El tiempo lo alejó del agua y lo introdujo en excavaciones, pero en 2007 empezó a querer volver a mojarse. “Lo hice con una clase de tabla que es como un pequeño barco individual -relata-, lo que permite navegar casi siempre y en la mayoría de las condiciones meteorológicas. Ir a la ‘Pajarera’, la ruina de una estación mareográfica, o cruzar el canal Emilio Mitre es algo que solemos hacer, en grupo o en solitario. Para los menos experimentados es un ritual de inicio para conocer el río, identificar las capacidades propias y orientarse en el desierto de agua, una pesadilla de los navegantes”. En Martín, la aventura del descubrimiento científico y la deportiva se dieron la mano.
Sergio fue, de todo el grupo, quien mantuvo el agua a distancia por más tiempo. El rugby le llegó primero. Nació en Capital, pero creció en Florida. La escuela primaria bilingüe le dio amigos que todavía conserva. Un recuerdo de niño frecuenta su memoria: “tomaba el tren Belgrano hasta Retiro y me daba placer ver los barquitos a la altura de Ciudad Universitaria -cuenta-. Esa fue mi primer vínculo con el río”.
El windsurf apareció en su vida de casualidad, cuando un amigo le compartió una promoción para un curso de windsurf de alumnos de la UBA. “Yo estudiaba en la UTN, así que no podía ir -completa-. Mi amigo empezó y desistió, así que yo usurpé su identidad para no perder la vacante”. Era pleno invierno de 1989. El viento fue acercándolo a viejos conocidos como Hernán Vila, compañero de la primaria y del equipo de rugby, entrenador de Camau Espínola y medallista de los juegos olímpico en windsurf; y también a nuevos personajes, como Raúl Saubidet.
Todos para uno…Martín García era uno de los despenseros que componía la tripulación de Juan Díaz de Solís en la expedición de 1516. Fueron los europeos de este viaje los que primero pisaron la isla incrustada en la desembocadura de los ríos Paraná y Uruguay, en el Río de la Plata, hoy bajo soberanía argentina rodeada de aguas uruguayas. García, como otros tantos hombres, no resistió el viaje y murió en las costas de este desembarco. Solís, como se solía hacer en la época, envolvió el cuerpo en una bandera y lo lanzó al mar, pero decidió clavar una cruz en honor al marinero en la isla que acababa de encontrar.
Martín García tiene una particular dinámica de fronteras. A 37,5 kilómetros de la costa argentina y a 3,5 kilómetros de la uruguaya, con una superficie que ronda las 168 hectáreas y una población cercana a los 120 habitantes, es una reserva natural de uso múltiple, según el Tratado del Río de la Plata de 1973. A lo largo de la historia se la han disputado ingleses, franceses, españoles y portugueses por su ubicación estratégica. Ha sido lazareto, base naval y cárcel. Fue prisión de figuras de la política: Hipólito Yrigoyen, Marcelo Torcuato de Alvear, Juan Domingo Perón y Arturo Frondizi.
La isla refugia la casa que habitó el poeta nicaragüense Rubén Darío, con gran valor patrimonial. Luego de años de abandono, el año último fue recuperada y convertida en un Centro de Interpretación de la Reserva Natural. Y otra curiosidad de la isla: la panadería Rocío cuece uno de los panes dulces más célebres de la Argentina.
Llegar a la isla donde Sarmiento soñó con fundar la capital de Argirópolis tras su deseo de crear una nueva nación integrada por la Argentina, Uruguay y Paraguay, fue el objetivo que se plantearon estos cuatro mosqueteros del agua. Durante febrero de 2024 se unieron en una primera proeza: un viaje de ida que resultó exitoso. “Había un entusiasmo general en volver a repetirlo -cuenta Sergio-. Pero debíamos superar al anterior”.
La última aventura se planificó alrededor del pronóstico de viento. Sergio identificó una ventana de dos días, con viento firme del sudeste, el correcto para cruzar a Martín García, gracias a Windguru, una de las herramientas que utilizan. Lanzó un “alerta amarilla” en el grupo de WhatsApp y todos empezaron a prepararse. “Teniendo la experiencia del primer cruce previo -advierte Marcelo-, ya contábamos con los detalles necesarios y el tiempo aproximado de viaje”.
El día anterior prepararon el equipo y el sábado 28 de diciembre, a las 7, estaban en el club para partir a las 8 con rumbo al nordeste.
Para Sergio los desafíos estuvieron por todas partes. “Las velas de windsurf no se pueden ajustar como en un velero y es fundamental elegir el tamaño adecuado. Una muy grande o chica puede ser un grave problema”. La meteorología indicaba que el día arrancaba con brisa suave y terminaba a la tarde con vientos de medianos a fuertes. Era el pronóstico, pero siempre pueden presentarse sorpresas.
Para Adrián, en cambio, el reto fue mental y físico. “La noche previa casi no dormí -relata-. A la mañana siguiente, a las 5 ya estaba despierto, desayunando fuerte para tener energía”. La primera vez llevaron mucho equipaje para pasar la noche, pero en esta última ocasión bastó una muda de ropa liviana y calzado, una botella con agua congelada y algunos pertrechos por si algo del equipo fallaba, “lo mínimo para ir cómodo”, dice Adrián. El viaje de ida fue con viento leve y él tenía una vela chica que hacía lerdo su avance, “si vas lento se gasta mucha energía en mantener el equilibrio y pareciera que las distancias son grandes, a velocidad la cosa se equilibra y fluye”, completa.
“Lo importante es mantener el rumbo y que el equipo esté en condiciones para que no se rompa en el camino”, suma Marcelo. Desde lo geográfico es importante conocer las marcas del agua (el tamaño de las olas indica la profundidad), detectar las islas de juncales en formación (Oyarbide, Solís) y la “raja” por donde entraron al río Uruguay, “cruzamos el canal Buenos Aires, donde el almirante Brown dio la batalla de Martín García -sigue Marcelo-, y fuimos directo al embarcadero de la isla en el Centro de Actividades Acuáticas y Ecológicas (CANE)”. Allí se detuvieron a almorzar liviano “unos ricos sorrentinos”, recuerda Raúl. Para el regreso trajeron algunos panes dulces para compartir a la llegada.
El cruce fue directo. “En estas travesías ves el río y la ciudad desde ángulos que pocos pueden -sigue Adrián-, estábamos tan lejos que Puerto Madero y la ciudad eran una silueta indescriptible gris, y hacia el norte las islas con vegetación de varios tonos verdes, el río marrón, pero con cierta transparencia solamente opacada por la agitación del oleaje”. La vuelta resultó más fácil para la navegación. Una vez que pasaron las islas divisaron la ciudad de Buenos Aires en el horizonte. “Cuando cruzamos el canal Mitre ya nos sentíamos como en casa”, confirma Sergio.
El cielo, las islas de juncos que se mueven con el agua y el viento, el río con el sol de la mañana que le da su color particular… todas sensaciones únicas. Pero no es solo paisaje. Cerrá los ojos un momento para imaginarte allí, en medio del Río de la Plata, siendo un quinto mosquetero. Ahí están el silencio, la soledad y el latir de la tabla al golpear el agua. Río, vela y hombre.