“Los seres humanos bromean; los animales, no”
Javier Milei rescata al menemismo y tiene razón. Resultó una época “divertida”, comparada con lo que vino después. La era De la Rúa fue un torre. No llegamos a “disfrutar” de ninguno d...
Javier Milei rescata al menemismo y tiene razón. Resultó una época “divertida”, comparada con lo que vino después. La era De la Rúa fue un torre. No llegamos a “disfrutar” de ninguno de los cinco presidentes que tuvimos en diez días. Duhalde nos trajo a los Kirchner, los Kirchner se siguieron trayendo a sí mismos y el vuelo de Cambiemos empezó a rozar el piso a mitad de camino dando paso al último experimento K: el profe Alberto. ¿Qué perdimos en todo este tiempo? Un montón de cosas, pero muy especialmente la creatividad de una dirigencia capaz de producir frases y hechos para el anecdotario.
No se trata ni de política ni de economía, ni de leyes ni decretos, ni de penas ni delitos –que los hubo y muchos–, sino de lo que transgrede la realidad: el humor, la ironía y el sarcasmo, que ayudan a superar hasta lo trágico, y de los que hacían gala muchos personajes de fines de los 80 y durante los 90.
“El peronismo es como el Viagra de la política”, dijo Antonio Cafiero cuando el menemismo ya transitaba, en creciente declive, la última etapa de diez años de gobierno en los que –cómo olvidarlo– Carlos Menem no dejó blooper o furcio por cometer. No hace falta explicar la de por sí explícita frase de Cafiero. Solo contraponer aquel optimismo con la más reciente sentencia de otro histórico dirigente como Julio Bárbaro. “El peronismo es un recuerdo que da votos”, dijo al cumplirse 50 años de la muerte de Perón.
Nadie que haya podido entrar en la quinta de Olivos durante la presidencia de Menem puede olvidar al Negro, un pájaro de la India que cantaba la marcha peronista, decía “River campeón” y al que había que tapar con una manta para que no profiriera insultos o piropos subidos de tono en los grandes encuentros farandulescos que se celebraban allí, especialmente por las noches. El Negro, además de buen alumno, era autodidacta. Un día, Menem se estaba bañando. Un funcionario golpeó a la puerta de la casona. “¿Quién es?, ¿quién es?”, se oyó. “Carlos, soy yo”, alzó la voz el visitante creyendo que Menem no lo escuchaba. El que preguntaba era el pájaro, que había aprendido a imitar la voz de su amo.
Una noche de septiembre de 1996 se me asignó la tarea de cubrir periodísticamente un apagón ciudadano en protesta por ajustes del gobierno menemista. A determinada hora debían apagarse todas las luces. Como cronista acreditada en el Congreso de la Nación, le pedí al senador peronista Eduardo Vaca que me dejara observar desde su despacho sobre la avenida Entre Ríos el alcance de la protesta, ya que desde allí la vista era muy abierta. Eso sí, para llegar a la ventana, debí subirme a una silla mientras el senador me averiguaba en la Secretaría de Energía los resultados oficiales de la medición. Vaca mantenía cortocircuitos con algunos funcionarios de su propio gobierno a los que apuró ese día como si se tratase de un pedido oficial de información, sin que el demandado supiera que los datos proporcionados iban a terminar al día siguiente en la tapa del diario. Lo gracioso del asunto fue la frase con la que Vaca dio por terminada la ayuda que me me había dispensado: “Bajate de la silla. Mi tolerancia democrática tiene un límite”, me dijo. Y me fui con la imagen y las estadísticas del éxito del apagón que el gobierno luego intentó desmentir.
Un año antes, en el mismo escenario, viví una experiencia casi extrasensorial. Alguien a quien descubrí in fraganti me dejó muda. Era de madrugada. Se decía insistentemente que los senadores del PJ tenían escondido en el Congreso al catamarqueño Ramón Saadi, sobre quien pesaba un pedido de captura. Fui hasta la oficina del senador José Figueroa porque me había llegado la versión de que él sabía dónde se encontraba el compañero prófugo. Golpeé la puerta del despacho de Figueroa. Me abrió Saadi. “Es usted”, fue lo único que me salió decirle. “No”, me respondió.
Para seguir con el menemismo, previamente a pasar a otros dirigentes con ese tipo de reacciones que antes nos causaban gracia y que hoy suelen ser canceladas al instante por las redes sociales por “políticamente incorrectas” o se convierten en absurdas demandas judiciales –como si la Justicia no tuviera otros trabajos más importantes que atender a políticos ofendidos–, valga lo que le ocurrió a Ramón “Palito” Ortega. Su jura como senador fue escandalosa. Se incorporó a la Cámara con el apoyo del bloque del PJ, a pesar de que la Justicia Electoral había rechazado su postulación y la Alianza trinaba en sus bancas. Juró, pero no le asignaban despacho. “Me voy a instalar debajo de una carpa en la calle”, amenazó a sus compañeros de bloque. Finalmente, le dieron una oficina, pero tan chica y oscura que el exgobernador recibió más de una vez a la prensa fuera del Congreso, literalmente en la vereda.
Ya que hablamos de la Alianza, pasemos a un personaje delicioso: Graciela Fernández Meijide. Me tocó seguirla en una gira por Washington. Ingresó a la sede del Fondo Monetario Internacional, donde iba a tener una reunión importante. A la salida, llamó la atención cómo aferraba su cartera. ¿Algo salió mal?, se le preguntó. “No, pero yo a estos no les dejo la cartera ni loca”, respondió antes de largar una carcajada. Hubo que explicarle la broma a un periodista norteamericano que se había horrorizado.
La gira siguió por la Universidad de Columbia. Muy distendida, conversó con los alumnos. Le preguntaron por Menem. “Es el último caudillo plebeyo que hemos tenido en la Argentina”. Después de quejarse, Menem dijo sentirse orgulloso de ser plebeyo. De caudillo no habló.
También me tocó cubrir el Movimiento por la Dignidad y la Independencia (Modin), de Aldo Rico, otro personaje profesionalmente curioso. De liderar dos levantamientos carapintadas, pasó a pegarles varios sustos en las urnas a los políticos tradicionales. Ya como intendente de San Miguel, una noche se acuarteló en el Hospital Larcade. Quería imponer la emergencia sanitaria, que era resistida. Tuvo que abandonar la “asonada” por decisión judicial. A la salida, un periodista le preguntó si lo sentía como una derrota. “¿Qué derrota? ¿Dónde está el enemigo?”, lo increpó Rico y partió marcando el paso. En sus oficinas siempre había mapas colgados y las reuniones se realizaban en “salas de situación”.
Me pusieron también a cargo de la cobertura de Mohamed Alí Seineldín. Fui a entrevistarlo al Penal Militar de Campo de Mayo, donde se encontraba detenido por haber liderado la última y también cruenta rebelión carapintada del 3 de diciembre de 1990. Ya dentro del lugar, quise tomar una silla para sentarme. Me cortó en seco. Le dio la orden de alcanzármela al excoronel Luis Baraldini. “Que trabajen los presos”, dijo. Nadie se rió. Solo yo. Creo que de los nervios.
En su obra No callar, Javier Cercas sostiene: “La ironía y el humor suelen ser no solo un síntoma de decencia individual, sino también de salud colectiva. Sin ironía no hay tolerancia. Y sin tolerancia no hay civilización. Ni acaso humanidad: los seres humanos bromean; los animales, no”.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/los-seres-humanos-bromean-los-animales-no-nid09022025/