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Vejez activa: los encuentros para mayores de 90 que suman cada vez más gente

Alberto Chab jamás imaginó que, a sus 97 años, se convertiría en una estrella de las redes sociales, ni mucho menos que aquella fama tendría su origen en una reunión de personas deseosas de d...

Alberto Chab jamás imaginó que, a sus 97 años, se convertiría en una estrella de las redes sociales, ni mucho menos que aquella fama tendría su origen en una reunión de personas deseosas de debatir sobre la vida, la muerte, la memoria y la vigencia (o no) del inconsciente. Pero así fue: un día, impulsado por su nieta, subió un mensaje en TikTok invitando a adultos mayores de 90 años a formar un grupo de intercambio, y desde entonces, los mensajes comenzaron a lloverle. Ese capítulo virtual fue apenas el principio de una nueva aventura.

La historia de Alberto es en sí misma digna de una épica del exilio: nació en Cuba, pues su padre oriundo de Damasco había hecho escala en La Habana tras dejar atrás Siria. Cuando Alberto tenía cinco años, dos de sus hermanos murieron a causa de la disentería, y la familia se marchó a Argentina desesperada por sobrevivir. De aquellos primeros años en Buenos Aires recuerda haber pasado hambre y frío durante la Gran Depresión de 1930, vendiendo agujas y carreteles con su hermano para llevar algo de comida a la casa. Sin embargo, ni la crisis, ni la pobreza, ni las presiones familiares le impidieron lanzarse a la aventura de estudiar Medicina. Tenía 17 años cuando decidió que quería convertirse en psicoanalista, convencido de que la introspección y la palabra eran llaves poderosas para comprender la condición humana.

A lo largo de su vida profesional, Alberto atendió pacientes durante unas seis décadas. Trabajó, en sus épocas más intensas, hasta 11 horas diarias como psicoanalista en Buenos Aires. Hoy, con pocos años por debajo de la centena, reduce ese horario a unas diez horas semanales. Y es que su plan actual incluye algo más estimulante que atender conflictos individuales: darle vida al proyecto que ha bautizado como “Noventa y contando”.

Este proyecto propone encuentros que ofrecen a sus integrantes una oportunidad que vale oro: la posibilidad de compartir, reír y emocionarse en el otro extremo de la vida, al que la mayoría de las personas llegan sin la compañía de quienes estuvieron junto a ellos durante décadas.

“Cuando yo comencé con los encuentros, unos seis meses atrás, lo que buscaba simplemente era reunir a un grupo de amigos para intercambiar experiencias y hablar de cosas que ya no existen –cuenta Alberto–. Comenzó como una charla en la que yo, no como terapeuta sino como integrante, podía contar algunas cosas mías. Pero resultó que cada vez profundizamos más los temas, sea que hablemos del inconsciente, de lo que es el humor, de lo que nos pasó con nuestro mejor amigo (si lo llamamos, si no lo llamamos más, si nos enojamos con él), o de alguna historia que nos haya conmovido en la vida. Te puedo nombrar 20 temas, cosas que nos pasaron y que podemos compartir y que los demás entiendan”.

Desafíos globales

Mantenerse activo socialmente es uno de los consejos en el que coinciden todos los especialistas en geriatría y en salud mental. Como muestra un estudio publicado en Human Genetics, la genética representa alrededor del 25% de la longevidad, pero el 75% restante se relaciona con el entorno de las personas: dónde viven, qué comen, con qué frecuencia hacen ejercicio y –lo que viene a cuento de la experiencia que propone Alberto– el sistema de apoyo que tienen con sus amigos o familiares. Son numerosos los estudios que señalan que los lazos sociales ayudan a retrasar el deterioro mental y físico que se asocia al envejecimiento.

Esto cobra especialmente valor en un contexto en el cual, según una estimación de las Naciones Unidas, en la actualidad hay cerca de 593.000 centenarios –personas mayores a 100 años– en todo el mundo, grupo etario que experimenta un rápido crecimiento: se proyecta que habrá 3,7 millones de centenarios vivos para 2050.

En “Noventa y contando”, retoma Alberto, “intercambiamos recuerdos, lo cual –y esto es lo más importante– moviliza las neuronas. Así, neuronas que estaban desconectadas vuelven a conectarse porque uno recordó algo que le pasó hace 50, 60 u 80 años y que tenía olvidado, pero no perdido: en alguna parte del cerebro, eso está. En nuestras charlas, rescatamos esas memorias, las profundizamos, usamos el humor”.

El proyecto terminó sorprendiendo incluso a su propio creador. “Fue un cambio fundamental no solo para mí y para los demás integrantes, sino para toda la familia. A mediados de diciembre hicimos una reunión de despedida donde invitamos a los familiares, y ellos estaban tanto más contentos que los mismos integrantes. Fue tomar una copita y despedir el año, pero tuvo un impacto emotivo muy lindo”, cuenta Alberto.

Espíritu altruista

El encuentro tiene lugar cada 15 días en un salón de techos altos y mucha luz. Allí, varios participantes se sientan formando un semicírculo. Entre ellos, sobresalen figuras entrañables como la entusiasta Minerva, o Gregorio, quien dice ser “antifreudiano” y a la vez no deja de cuestionar si las ideas de Sigmund Freud están equivocadas. También está Ángel, un hombre que evoca tiempos en los que dirigía una fábrica y resolvía problemas mecánicos mientras dormía .

Todo arranca de manera espontánea. Alberto se planta en el centro, sin la distancia del diván clásico, y propone algún disparador. El resto del grupo da vueltas alrededor de los temas que van surgiendo. A diferencia de lo que Alberto hacía antaño, cuando se mostraba hermético con sus pacientes, ahora suelta anécdotas personales y alienta a los demás a compartir las suyas.

Es el preludio del encuentro, un cruce de opiniones cargadas de humor, que pondrá sobre la mesa el inconsciente y la soberanía de Freud y el curioso caso del “anillo” perdido.

La reunión empieza con una frase que hace sonreír a más de uno: “Yo lo que veo en el doctor es un espíritu altruista, eso es lo que me gusta de él. Acá no hay ningún interés económico. Lo hace por vocación y me causa admiración”, sentencia Minerva, con firmeza. Sus palabras se dirigen a Alberto, quien asiente esbozando un leve gesto de gratitud y se dispone a explicar su propia visión: “Cuando comenzamos esto, yo no sabía que hoy, en febrero de 2025, íbamos a seguir haciéndolo. Y lo hice para ver qué podía pasar. Pero te digo, Minerva, que me modifiqué tanto, realicé tantos cambios internos, que me transformé en muchas cosas. No soy el psicoanalista clásico de la Argentina, sino, probablemente, distinto a todos los psicoanalistas del mundo. Soy el único que hizo esto, y no lo hago terapéuticamente. Si ustedes ven, hace un rato conté algo personal, y durante 70 años de ejercer la profesión, jamás le conté a un paciente algo mío. La situación es que gracias a ustedes, ustedes van cambiando muchísimo, y yo también”.

La conversación fluye entonces hacia una anécdota que había quedado pendiente de la reunión previa: el “caso del anillo”. Gregorio, un hombre de porte serio y mirada vehemente, pide la palabra para poner a todos al día. Y relata: “Era un anillo que tenía desde hace años, lo había fabricado yo. Lo saqué en el subte para verlo, para tener una satisfacción interna mirándolo. Y se me cayó, se perdió, me hice mala sangre... ¡Un desastre! Cuando lo conté la vez pasada, ustedes me dijeron que, inconscientemente, lo estaba mostrando para que todos me vieran el anillo. Y yo digo que no, que no es que quería exhibirlo. Solamente lo saqué porque quería contemplarlo”.

Hay unas risas cómplices. Alberto menea la cabeza, con un gesto reflexivo. Sostiene que no se trata de negar el derecho de Gregorio a su propia interpretación, sino de invitarlo a considerar que podía existir algo más.

“No es que no te entendamos –dice Alberto–. Nosotros queremos introducir una cosa que no sustituye tu orgullo con el anillo, sino que apunta a que podría haber además otro deseo, quizá algo inconsciente”.

En ese momento, una de las mujeres del grupo añade con voz firme: “Estamos volviendo a hablar del inconsciente. Y vos lo negás, Gregorio. Sí, ahí está: si resumimos, vos sos un negador del inconsciente”.

Gregorio no se achica: “Exactamente, soy un negador del inconsciente. Hubo autores antifreudianos, como Castelnuovo, que falleció en 1952. Yo me fui de la reunión anterior algo inquieto porque ustedes decían que mi inconsciente quería que la gente me viera con el anillo. Pero no, no era para ese fin”.

El resto escucha con creciente curiosidad. Ángel, sentado un poco más atrás, decide contar su propia experiencia con el misterioso mundo de los procesos mentales nocturnos:

“A mí me pasó muchas veces cuando trabajaba. Si no resolvía un problema en el día, llegaba la noche y me quedaba con eso. Varias veces, a la mañana siguiente, pum, me despertaba con la solución. El cerebro lo resolvía mientras dormía”.

La mayoría asiente. Alguien menciona el famoso “¡Eureka!” y se desata una charla sobre la continuidad o disrupción entre lo que pensamos conscientemente y lo que de pronto aflora sin aviso. Alberto se encoge de hombros: “Todos creen que Freud inventó el inconsciente, pero hubo muchos que venían reflexionando sobre estas capas de la mente. Nadie sabe cómo un impulso eléctrico en el cerebro se transforma en esto o aquello, pero sí sabemos que el pensamiento no se reduce a lo que percibimos conscientemente”.

Gregorio, no obstante, insiste con sus dudas. Cuenta que fue a una librería y encontró un libro de un tal Carlos de María, Psicoanálisis, el gran mito. “Estoy empezando a leerlo –dice– y afirma que Freud está equivocado en varias apreciaciones de los hechos que ocurren en la vida”.

Desde el otro lado del círculo, Minerva no duda: “Estoy convencida de que lo que vos tenías era un enamoramiento con lo que hiciste. Inconscientemente lo sacaste en el subte, pero no para mostrarlo ni que te dijeran nada. Vos lo sacaste porque estabas enamorado”.

Un murmullo generalizado se extiende por la sala y, en medio de un clima a mitad de camino entre el chiste y la filosofía, Alberto se dispone a rematar la cuestión: “Lo que me gustaría es que Gregorio, cuando avance con esa lectura, nos cuente si el autor dice que el inconsciente no existe. Porque si eso es así, yo me hago carpintero. Renuncio a mi profesión”. Y la sala estalla en carcajadas.

Duelo dialéctico

La temperatura anímica del grupo sube unos cuantos grados. El inconsciente, las lecturas críticas sobre Freud y la anécdota del anillo ocupan el centro de la escena, entre cruces de miradas y sonrisas divertidas. El debate podría alargarse durante horas en el vaivén de teorías, pero Gregorio recupera la palabra para exponer su razonamiento. Sostiene que no necesita recurrir a la idea de un inconsciente para explicar por qué alguien pierde un objeto y lo halla al día siguiente.

Lo que sigue es una especie de duelo dialéctico con Alberto, quien defiende, con buen humor, la posibilidad de que un deseo implícito mueva los hilos. Alguien del grupo comenta que, en última instancia, la existencia del inconsciente no es asunto de fe, sino un hecho observable en la forma en que la memoria, los impulsos o incluso los sueños nos influyen.

En definitiva, la carcajada que sucedió a la frase del carpintero pareció sellar el acuerdo tácito de que la polémica, lejos de romper la armonía, enriquece el encuentro. A fin de cuentas, el círculo no fue concebido como terapia, sino como un espacio de intercambio y comunión entre pares. Y lo que a primera vista sonaba a un debate puramente teórico, se transformó en algo más: un ejemplo de que las ideas más profundas también pueden surgir entre risas y divergencias.

Sobre el final de la charla, Alberto recuerda que, para la siguiente reunión, desea lanzar una consigna que salga de las discusiones meramente teóricas. “Tenía pensado hablarlo hoy, pero lo dejamos para la próxima –anunció–. Quiero que cada uno se pregunte: ‘¿Qué cosa quise hacer en mi vida y no hice?’. Y si se puede, ¿por qué no hacerlo ahora, aunque tengamos 90 o 95 años?”.

Esa reflexión enciende una energía especial entre los presentes, como si les devolviera la curiosidad de la infancia. Alguien menciona el caso de un paciente que de adulto quiso comprarse un Mecano porque no lo había tenido de niño, y terminó armando un Lego con su sobrino. Otro sugirió que a los noventa y tantos quizá fuera tiempo de escribir el cuento que jamás concretó.

Alberto concluye: “No podemos esperar a que una editorial nos publique, pero sí podemos darle rienda suelta a ese deseo de crear”.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/sabado/vejez-activa-los-encuentros-para-mayores-de-90-que-suman-cada-vez-mas-gente-nid23022025/

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