“No es casual que la crisis de atención coincida con la crisis de las democracias”, dice el especialista
Poco antes de que estallara el Covid-19, ...
Poco antes de que estallara el Covid-19, Johann Hari (escocés, 40 años entonces, periodista, investigador y divulgador de renombre) comenzó a preocuparse cuando advirtió que su capacidad de concentración empezaba a hacer agua. Lo mismo que, seguramente, le pasa hoy al menos al 65 por ciento de la población mundial que, según dice la Organización de las Naciones Unidas en un informe de diciembre de 2023, tiene celular e internet. Todo el tiempo atentos a las notificaciones, revisando enloquecidos los mensajes de WhatsApp, síndrome de abstinencia si desaparece un instante el celular de nuestro alcance. Un bucle conocido, una adicción en toda regla.
“Cosas tan importantes para mí, como leer libros, eran cada vez más difíciles”, dice Hari a LA NACION por mail desde Glasgow, donde vive. La decisión de encarar el tema drásticamente, sin embargo, la tomó cuando advirtió que su ahijado, Adam, de quince años, había abandonado los estudios y se pasaba las noches literalmente en vela, alternando la pantalla de su celular con la del iPad, en el que veía una mezcla de YouTube y porno. “Le era casi imposible mantener una conversación por más de unos minutos. Necesitaba volver a la pantalla. Era inteligente, decente, amable, pero parecía que nada podía calar en su mente. No podía soportar que esto le ocurriera a él y que, al mismo tiempo, mi capacidad de atención se siguiera resquebrajando”.
Como a Adam le apasionaba Elvis Presley desde pequeño, le propuso llevarlo a Graceland, en Memphis, con la condición de que solo usaría el móvil durante la noche. Adam aceptó.
La idea no era mala, pero no logró el resultado esperado. En Graceland no había humanos guiando a los visitantes, sino iPads en los paseos, iPads en los salones y iPads en los cuartos con imágenes que reproducen los mismos lugares por los que uno pasa y voces que indican qué hacer en cada espacio. Los turistas iban de un lado al otro y solo quitaban los ojos de la pantalla para tomar el teléfono y hacerse una selfie. “Yo les decía ‘Miren a su alrededor. Está todo en vivo y en directo’. Pero nada, me miraban como si delirara. Adam me arrebató su teléfono, me trató de bicho raro y se fue dando pisotones. Lo había llevado para escapar de nuestra incapacidad de concentración… y lo que descubrí es que no había escapatoria. El problema estaba en todas partes”, recuerda Johann Hari.
Fue ahí cuando decidió hacer, una vez más, lo que acostumbra hacer cuando un problema lo aqueja: investigar a fondo primero y, luego, escribir un gran libro. El valor de la atención, obra aplaudida por Hillary Clinton y recomendada por Naomi Klein y Oprah Winfrey, es el fruto de su vuelta al mundo entrevistando a más de 250 neurocientíficos, psicólogos, expertos de la salud y gente de Silicon Valley que explican en detalle la crisis de la atención, sus causas, sus responsables y cómo se la puede neutralizar.
Hari no es un improvisado en esta metodología de trabajo. Tras el grito, el primero de sus libros, referido a la guerra contra las drogas, fue adaptado al cine y Samuel Lee Jackson presentó la miniserie de ocho capítulos. En Conexiones perdidas, otro éxito de ventas, investigó la depresión que lo atormentó por mucho tiempo. Ambos temas, condensados en una charla TED, contabilizan ya 80 millones de visualizaciones .
–Su libro El valor de la atención es el colofón de una investigación extensa. ¿Cómo fue?
–Viajé por todo el mundo –desde Moscú a Miami, pasando por Melbourne– para entrevistar a 250 de los principales expertos en atención y concentración, y profundizar en sus investigaciones. Quería saber por qué ocurre esto y qué podemos hacer al respecto. Pero tenía miedo de investigar este problema. Pensé que tal vez solo era débil y me faltaba fuerza de voluntad.
–¿Qué descubrió?
–Mire, las investigaciones muestran que el oficinista medio solo se concentra en una tarea durante tres minutos, y por cada niño con graves problemas de atención cuando yo tenía siete años, ahora hay un centenar que lo padece. En mi periplo descubrí que las razones son más complejas de lo que pensamos. Hay doce fuerzas que, según la ciencia, están arruinando nuestra capacidad de concentración y pensamiento profundo. Son muy variadas: desde el funcionamiento de nuestras oficinas hasta los alimentos que comemos, pasando por el funcionamiento de los colegios de nuestros hijos. Una vez que comprendemos científicamente por qué nos ocurre, podremos enfrentarlo.
–¿Sufrió déficit de atención alguna vez?
–Como a tanta gente ahora mismo, cada vez me costaba más concentrarme.
–De todos modos, he leído que no es un fenómeno nuevo.
–El ser humano siempre ha tenido dificultades para concentrarse, y hay pruebas de ello, pero ahora es mucho peor. Esto importa por una razón más que por ninguna otra. Piensa en cualquier cosa que hayas conseguido y de la que te sientas orgulloso: crear una empresa, ser un buen padre o aprender a tocar la guitarra. Sea lo que sea, requirió una gran cantidad de concentración y atención sostenidas. Si tu capacidad de concentración se deteriora, se deteriora tu capacidad de resolver problemas. Tu capacidad para alcanzar tus objetivos se viene abajo. Cuando tu atención se desploma, te sientes peor contigo mismo, porque en realidad eres menos competente.
–Nos sentimos culpables, dice…
–Sí, pero tranquila. No hay nada malo contigo, no hay nada malo con tus hijos. Hay algo mal con la forma en que estamos viviendo. Tu atención no se derrumbó, te ha sido robada por fuerzas muy grandes. Una vez que lo entiendes, empiezan a abrirse nuevas soluciones.
Si tu capacidad de concentración se deteriora, se deteriora tu capacidad de resolver problemas
–¿Cómo deberíamos enfrentar este problema?
–A esta docena de factores de la que hablo tenemos que abordarla a dos niveles: defensa y ataque. Hay muchísimas cosas que podemos hacer como individuos aislados para proteger nuestra atención y la de nuestros hijos. En el libro lo digo.
–¿Un ejemplo?
–Tengo algo llamado K-Safe. Es una caja fuerte de plástico con temporizador que bloquea el teléfono entre cinco minutos y un día entero. No me siento a ver una película con mi pareja si no encerramos ambos los celulares en esa caja. No invito a cenar a mis amigos a menos que todos accedan a guardar allí sus teléfonos. El placer de concentrarse de verdad es mucho mayor que el placer de la siguiente notificación de mierda en el teléfono.
–Muy bueno como acción personal o grupal, ¿pero alcanza?
–Estoy totalmente a favor de estos cambios y serán de gran ayuda. Pero quiero ser sincero con la gente: solo servirán hasta cierto punto. También tenemos que atacar a las fuerzas que nos están haciendo esto. No nos está pasando porque todos fracasamos individualmente. Nos está pasando porque son cambios que ninguno de nosotros elegimos. Por eso también tenemos que analizar los factores macro y ocuparnos de ello. Lo que me lleva a tu siguiente pregunta.
–El riesgo de las apps.
–En Silicon Valley entrevisté a muchas personas que diseñaron aspectos clave del mundo en el que vivimos ahora. Me explicaron que, para entender por qué hoy las redes sociales son tan malas para tu atención, tienes que entender una cosa: cada minuto que pasas scrolleando con el dedo por sus feeds, estas empresas ganan más dinero. ¿Cómo? Monitoreándote, aprendiendo cómo piensas y vendiendo esa información sobre ti a los anunciantes. Cada vez que sueltas el teléfono, esa fuente de ingresos desaparece. Por eso sus productos se diseñan deliberadamente para captar y mantener al máximo tu atención. Los ingenieros más listos del mundo se pasan el día pensando cómo lograr que deslices tu atención a sus sitios. Tu distracción es su combustible. Así que aprenden qué es lo que más te atrae y se centran en ello sin piedad. Te entrenan para que ansíes las recompensas que ofrecen. El ingeniero Tristan Harris, amigo mío y exestratega de Google, lo explicó cuando testificó ante el Senado: “Puedes intentar tener autocontrol, pero hay mil ingenieros al otro lado de la pantalla trabajando contra ti”.
–¿Entonces?
–Tenemos que regular a las grandes tecnológicas, de forma práctica y específica, para que dejen de hacernos esto. Suena muy rebuscado, pero fui a lugares que han empezado a abordar estos problemas socialmente, desde Nueva Zelanda a Francia.
–¿Cómo lo hacen?
–Francia impuso el “derecho a estar desconectado”. Quiere decir que tu jefe no puede pedirte que respondas mails o llamadas fuera del horario de trabajo. En Australia han prohibido las redes sociales a los menores de 18 años.
–Hábleme de alguno de esos doce factores que mellan la atención.
–Con gusto. Fui a entrevistar al profesor Earl Miller, uno de los principales neurocientíficos del MIT, y me explicó un hecho crucial sobre el cerebro humano: “Tu cerebro solo puede producir uno o dos pensamientos en tu mente consciente a la vez. Eso es todo”, me dijo. Según él, somos muy monotemáticos y tenemos una capacidad cognitiva muy limitada. Pero creemos que podemos hacer varias cosas a la vez: por ejemplo, escribir un artículo mientras nos interrumpen los textos. Pero cuando los neurocientíficos estudiaron esto, descubrieron que en realidad lo que la gente está haciendo es malabarismo. Están cambiando de una a otra. No se dan cuenta del cambio porque su cerebro lo oculta, para dar una experiencia de conciencia sin fisuras, pero lo que en realidad están haciendo es cambiar y reconfigurar su cerebro, momento a momento, tarea a tarea, y eso no es gratis. El término técnico es “efecto de cambio de tareas”. Cuando uno intenta hacer más de una cosa a la vez, hace todas pero de un modo menos competente. Cometes más errores, recuerdas menos lo que haces y eres mucho menos creativo. Se trata de un efecto realmente importante. Ser interrumpido crónicamente es el doble de malo para tu inteligencia a corto plazo que drogarse. Por eso, el profesor Miller dice que vivimos “una tormenta perfecta de degradación cognitiva, como consecuencia de la distracción”.
–¡Válgame Dios!
–Pero no tiene por qué ser así. Podemos unirnos y solucionar estos problemas. Estos cambios que arruinan nuestra atención son bastante recientes en la mayoría de los casos. Como me explicó el doctor James Williams, el hacha existió durante 1,4 millones de años antes de que a nadie se le ocurriera ponerle un mango. Internet existe desde hace solo diez mil días.
–¿Qué quiere decir?
–Cuando yo era niño, la única gasolina que se podía comprar en Gran Bretaña, Argentina y en todo el mundo era la gasolina con plomo. Pero se descubrió que la exposición al plomo es realmente mala para el cerebro y especialmente mala para la capacidad de atención de los niños. Y si está en la gasolina, está en el aire, y todo el mundo está expuesto. Así que un grupo de madres normales y corrientes se unieron y dijeron: ¿Por qué permitimos esto? ¿Por qué permitimos que estas empresas arruinen el cerebro de nuestros hijos? Es importante fijarse en lo que no dijeron. No dijeron “prohibamos toda la gasolina y tiremos los coches”. Al igual que ninguno de nosotros está diciendo ‘vamos a deshacernos de la tecnología’. Eso sería absurdo. Lo que dijeron fue: eliminemos la variante de gasolina que perjudica a nuestros hijos y sustituyámosla por gasolina que no lo haga. Lo consiguieron: se prohibió la pintura con plomo y, como resultado, el niño medio tiene entre 3 y 5 puntos más de cociente intelectual de lo que habría tenido. Para mí es una gran inspiración. Identificaron lo que perjudicaba a sus hijos y, juntos, lo sustituyeron por algo que no los perjudica. La industria del plomo nunca lo haría por sí sola. Un movimiento democrático la obligó hacerlo. Ahora necesitamos un movimiento democrático que regule la gran tecnología. He visto que algo empieza a levantarse. Necesitamos una Rebelión de la Atención.
–¿Qué ocurrió durante la pandemia?
–Mucho para decir. El estrés siempre se carga la atención, con o sin pandemia, y durante el Covid todos estábamos muy estresados. La economía se desplomaba, todos estábamos inseguros y los líderes políticos, con frecuencia, parecían peligrosamente incompetentes. Ergo, todos nos volvimos hipervigilantes y recurriendo más que nunca a pantallas controladas por Silicon Valley. En los Estados Unidos, en abril de 2020, el ciudadano medio se pasaba trece horas diarias mirando pantallas, el tráfico de aplicaciones infantiles se triplicó y el número de niños mirando pantallas más de seis horas al días se sextuplicó.
–¿Cree de verdad que podremos recuperar la atención?
–Podemos, si nos unimos y luchamos por ello, de la forma que describo en el libro. El primer paso requiere un cambio en nuestra conciencia. Tenemos que dejar de culparnos a nosotros mismos o de exigir únicamente pequeños ajustes. No somos campesinos medievales en la corte del rey Zuckerberg, mendigando migajas de atención de su mesa. Somos ciudadanos libres de las democracias. Somos dueños de nuestras mentes y, juntos, podemos recuperarlas de las fuerzas que nos las están robando.
–Usted ha dicho que este problema encierra un peligro para la democracia.
–El doctor James Williams, un filósofo brillante, me dijo: “si queremos entender la situación en la que nos encontramos en ese momento, imaginar esto ayudará: estás conduciendo un coche, pero el parabrisas está cubierto por barro que alguien ha tirado encima. Te encontrarás con algunos problemas: corres el riesgo de cargarte el retrovisor, de perderte o de llegar tarde a tu destino. Pero lo primero que tienes que hacer –antes de preocuparte por cualquiera de esos problemas– es limpiar el parabrisas. Hasta que no lo hagas, ni siquiera sabrás dónde estás”. Tenemos que ocuparnos de nuestros problemas de atención antes de intentar conseguir cualquier otro objetivo.
–¿Cómo afecta la desconcentración nuestra calidad como ciudadanos?
–La democracia exige que seamos capaces de prestar atención durante el tiempo necesario para identificar los problemas reales, para encontrar soluciones y exigir responsabilidades a sus líderes si no las aplican. No es casual que esta crisis coincida con la peor crisis de las democracias desde la década del 30. La gente incapaz de prestar atención es más proclive a las opciones autoritarias, simplistas y es menos probable que adviertan que no están funcionando.
–Por cierto, ¿utiliza las redes sociales?
–Limito mi tiempo en ellas de forma muy estricta. Mi ayudante cuelga videos por mí, y yo los miro una vez a la semana, durante quince minutos.
–En el correo que me envió me decía que ama la Argentina. Cuénteme más...
–Ah… Fui a la Argentina hace siete años para hablar de mi libro Tras el grito y para investigar para un futuro libro. Qué GRAN país (NdelaR: en el mail ‘gran’ está escrito todo en mayúsculas). Tan hermoso, con gente tan interesante y tan inteligente. Me encantó. Y estoy escribiendo sobre Argentina en un futuro libro, pero aún no puedo hablar de ello.
LAS 12 CAUSASMás volumen de informaciòn y más velocidad de difusión, alternancia (hacer varias cosas a la vez) y obligar al cerebro a filtrar más información que nunca.Se corta el fluir libre de la imaginaciónMás cansancio físico y mentalDesplome de la lectura sostenidaAlteración de las divagaciones mentalesUna tecnología que puede seguirnos y manipularnosOptimismo cruel: ofrecer soluciones simplistas -y falsas- a problemas gravesEstado de estrés y de alertaAlimentación deficienteMás contaminaciónAumento del TDAH (síndrome de deficit de atención)Confinamiento físico y psicológico de nuestros hijos debido al consumo de redes