Detrás del manuscrito de la sonata más famosa de Mozart
Si de manuscritos hablamos, una de las canteras de ejemplares valiosos es la literatura musical antigua, ese acervo de textos anotados en corcheas, en fusas, negras y blancas sobre líneas de un pe...
Si de manuscritos hablamos, una de las canteras de ejemplares valiosos es la literatura musical antigua, ese acervo de textos anotados en corcheas, en fusas, negras y blancas sobre líneas de un pentagrama donde se cifran las más extraordinarias combinaciones de sonidos. De entre esos hallazgos, hay un documento de un valor único que estuvo perdido durante siglos y que entre sus páginas contenía una de las melodías más populares de la historia.
He aquí la anécdota en torno al descubrimiento que tuvo lugar hace diez años, cuando el Dr. Balázs Mikusi, revisando las piezas no catalogadas de la Biblioteca Nacional Széchenyi de Budapest, reconoció la caligrafía de Wolfgang Amadeus Mozart y con ella, el hallazgo de su famosa Sonata para piano nº 11 en La Mayor, conocida por el Rondó de su tercer movimiento, la celebérrima Marcha alla turca, composición gloriosa del genio salzburgués.
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Poco antes de esa revelación había comenzado el Dr. Mikusi, director de las colecciones musicales de la biblioteca húngara, a clasificar un cuantioso material acumulado en carpetas sin identificación. Rodeado de esos papeles de origen incierto, el musicólogo llevó a cabo la lectura más emocionante de su vida: el tesoro de cuatro páginas con el primer y segundo movimiento que completan el único manuscrito original (el tercer movimiento) que se tenía como sobreviviente de la magnífica sonata compuesta en 1783.
¿Cómo se comprobó que la apreciación de Mikusi era correcta? ¿Qué demostró la autenticidad del fragmento autógrafo de Wolfgang Amadeus? Varias razones verificadas por expertos: la escritura perfectamente legible con que el músico volcaba sus invenciones en el papel, la elegancia de los trazos con que trasponía sus ideas, concebidas tan acabadas, tan fluidas y puras como no lo hizo ningún otro compositor de la historia, sin yerros, sin correcciones ni tachaduras; el sello de agua que marcaba sus folios; y el color característico de las partituras mozartianas de una suave tinta de tono marrón. Fue, sin embargo, un defecto (que la sonata estuviera incompleta), lo que probó su veracidad: la partitura hallada en Budapest (el comienzo de la obra) debía cotejarse con la que poseía el Mozarteum de Salzburgo (el final de la obra) y, a más de doscientos veinte años de su creación, encajar los folios de ambas, cual zapato de Cenicienta, como piezas de un rompecabezas histórico. El desafío se cumplió al constatar que se trataba del idéntico papel y la correlativa numeración de hojas. Mozart había utilizado nueve páginas pentagramadas: las ocho primeras en dos pares de bifolios anidados (una hoja plegada adentro de la otra) y una adicional para los compases finales conservados en Salzburgo. La coincidencia fue rotunda, pero el misterio de cuándo y cómo llegaron a Hungría, no fue develado, al menos por ahora.
El 26 de septiembre de 2014, la partitura se presentó oficialmente con gran repercusión internacional. A partir de ese momento y para protegerla del público, no volvió a ser exhibida salvo en raras ocasiones. En el año 2017, a cargo de la programación cultural de la asociación diplomática de esposas de embajadores acreditados en Budapest, tuve el privilegio de organizar una visita a la Biblioteca Széchenyi para representantes de veinte países de los cinco continentes. Conté con la colaboración del generoso Dr. Mikusi que accedió a mostrar el manuscrito (por cuarta vez desde el anuncio de su hallazgo), y a revelar a lo largo de una mañana inolvidable, los secretos y detalles exquisitos de la escritura de ese prodigio eterno llamado Mozart. Todo para comprender que el rótulo de la palabra original había convertido ese papel aparentemente anónimo en una de las joyas más valiosas que conserva la tradición cultural de un país: “manuscrito” de Wolfgang Amadeus