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Milei apela a retazos de la vieja política para consolidar su proyecto de poder

La dinámica y las contradicciones que siempre se encuentran en los procesos de cambio, que a menudo incluyen más elementos que se “arrastran” del pasado de los que sus protagonistas y sus ex...

La dinámica y las contradicciones que siempre se encuentran en los procesos de cambio, que a menudo incluyen más elementos que se “arrastran” del pasado de los que sus protagonistas y sus exégetas preferirían reconocer, han sido un tema de recurrente atracción para el conjunto de las ciencias sociales. Quienes buscan ordenar los complejos y confusos procesos históricos en función de grandes acontecimientos que producen (o son expresión) rupturas o modificaciones súbitas en términos de balance de poder tienden a enfatizar los cambios y a ignorar o menospreciar las continuidades en términos de actores, ideas, valores y formas de organización y participación política. Por el contrario, aquellos que priorizan otros aspectos (por ejemplo, geopolíticos, demográficos y culturales) suelen poner el foco en las continuidades, acotando la importancia relativa de variables que explican las conductas humanas que pudieran haber experimentado transformaciones en principio significativas. La influyente Escuela de los Annales logró hace casi un siglo resolver esta falsa contradicción: los procesos históricos son siempre complejos, ambiguos, inciertos y confusos.

Hay cuestiones que se modifican con escalofriante lentitud, mientras otras parecen morir o dejan de ser importantes de manera vertiginosa. “Todo lo que es sólido se desvanece en el aire”, afirmó en 1848 Karl Marx en su Manifiesto Comunista (y rescató a comienzos de la década de 1980 Marshall Berman en su consagrado estudio sobre la experiencia de la modernidad). “Las ideas son prisiones de larga duración”, inmortalizó Fernand Braudel, uno de los padres de los Annales. En la práctica, toda experiencia histórica combina coyunturas críticas que implican discontinuidades vertiginosas con otras realidades que se ven inmóviles o pierden ocasionalmente relevancia para, más temprano que tarde, volver a manifestarse con igual o mayor vitalidad. A menudo las ansiedades o frustraciones de los observadores contemporáneos sesgan o malinterpretan la naturaleza y la eventual perseverancia de los fenómenos que los conmueven o que, al menos, los interpelan.

Uno de los casos más flagrantes consiste en confundir una modificación de preferencias circunstancial de un segmento importante de la sociedad con un deseado o aspiracional “cambio cultural”. Ocurrió en torno al triunfo de Mauricio Macri en 2015 y podría repetirse ahora frente a la irrupción del “fenómeno” Milei. La hipótesis es muy sencilla: un éxito electoral puntual se interpreta como el resultado o efecto de un cambio previo y perdurable de valores y prioridades por parte de un núcleo al menos mínimamente mayoritario de ciudadanos, que en teoría se dispone a rechazar de manera tajante a los actores (líderes, partidos, sindicatos, organizaciones sociales) que defienden “el antiguo régimen”. De este modo, los comportamientos electorales tienden a ser estables porque ese supuesto cambio “permanente” precede y explica una suerte de modificación del “mapa cognitivo” del votante. Esto lleva a cometer errores de diagnóstico (recordar el contexto previo a las ahora denigradas PASO de 2019) y a subestimar aspectos de la gestión con el potencial de generar costos políticos significativos: si uno creyera, con una mezcla de voluntarismo y resignación, que “el pueblo” o “la gente” sostiene sus prioridades o valores a lo largo del tiempo al margen de las decisiones de los gobiernos, la suerte de los procesos electorales estaría echada antes de que se sustancien. Esto no solo no se sostiene: los actores que defienden esa hipótesis desconfían de su capacidad para explicar conductas. ¿Para qué, entonces, gastar fortunas en sondeos de opinión pública o grupos de foco? ¿Qué sentido tendría influir en la conversación pública, en especial en las redes sociales?

Esta reflexión nos permite contextualizar la reconfiguración del escenario político nacional en esta etapa preelectoral. La aparición de Karina Milei y Martín Menem para abrir la temporada veraniega del año electoral en Mar del Plata no resulta original ni disruptiva. Tampoco lo es la estrategia de recorrer los diferentes rincones del país para elegir referentes partidarios que permitan apuntalar un armado a nivel nacional para enfrentar los comicios de mitad de mandato, ya no priorizando a aquellos que apoyaron esta gestión desde el primer momento, sino, por el contrario, tentando a quienes estén dispuestos a cruzarse de vereda. Mucho menos puede considerarse inédito que líderes de otras fuerzas políticas busquen el calor del cada vez más sólido liderazgo del Presidente. Lo que en Brasil se conoce como “transfuguismo” y en nuestro medio tiende a definirse como “borocotización” o “garrochazo” constituye una práctica cada vez más habitual.

Se trata de un reacomodamiento inevitable y desordenado luego del gran terremoto que implicaron las elecciones de 2023, cuando se desplazaron las placas tectónicas de un sistema político incapaz de resolver las principales demandas de la ciudadanía y que, aún más importante, se había convertido en un obstáculo (por impotencia, desidia, complicidad y corrupción) para la vida cotidiana de los argentinos. ¿Qué era, si no, la inflación acelerada como resultado de una emisión descontrolada para financiar un déficit creciente que la propia política se negaba a reducir? ¿Cómo comprender que durante décadas la sociedad se resignara a que el espacio público se interrumpiera de forma sistemática y arbitraria por gerentes de la pobreza y la marginalidad financiados por el erario? La Argentina se resignó a normalizar la sinrazón hasta que el hartazgo de un segmento clave catapultó a Javier Milei. A partir de ese momento, los cambios se vienen precipitando de arriba, la presidencia, hacia abajo.

Con la inflación en franca desaceleración y mientras avanza un modelo bimonetario, los sectores más humildes sienten más tranquilidad aunque no hayan aún recuperado el ingreso perdido y aparezcan nubarrones en términos de empleo. Es un bálsamo luego de un largo período de turbulencias e incertidumbre. En este contexto, muchos gobernadores, intendentes y legisladores encuentran una restricción a la hora de elaborar sus estrategias de cara a los comicios: sus propios votantes quieren que al Presidente le vaya bien, por lo que no pueden hacer una oposición férrea sin poner en riesgo su propia base electoral. Peronistas como Jaldo o Jalil, radicales como Cornejo y Colombi e integrantes de Pro como Nacho Torres y Frigerio comparten este singular dilema. A propósito, esto último explica el cimbronazo que vivió ese partido los últimos días a partir de la precipitada condena al oficialismo avalada por Mauricio Macri por excluir de las sesiones extraordinarias la ley de presupuesto.

En el oficialismo deslizan que el enrevesado y cambiante vínculo entre el Presidente y su predecesor podría tener pronto un episodio definitivo: la candidatura de Ariel Lijo a la Corte Suprema de Justicia. Si los senadores de Pro apoyaran mayoritariamente esa nominación, despejarían una de las “piedras en el zapato”. Se trata de una “prueba de amor”, un test ácido de alineamiento que, en el caso de Javier Milei, se traduce en sumisión pura y dura. Esto podría destrabar la situación y promover una coordinación efectiva en distritos claves, sobre todo la provincia de Buenos Aires, o precipitar un realineamiento aún más brutal que deje a Pro debilitado incluso en su bastión hasta ahora inexpugnable, la ciudad de Buenos Aires.

Emerge un nuevo bloque de poder en la Argentina: una especie de polo magnético que atrae a los políticos como si fueran limaduras de hierro, al tiempo que quedan relegados los poderes residuales, a los que les cuesta, cada día más, mantener su estatus e influencia.ß

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/milei-apela-a-retazos-de-la-vieja-politica-para-consolidar-su-proyecto-de-poder-nid17012025/

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