La batalla de Monte Caseros, el renacimiento de Mayo
Hace más de ciento setenta años, el 3 de febrero de 1852, las fuerzas comandadas por el gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, el llamado ejército grande, sellaron en pocas horas la ...
Hace más de ciento setenta años, el 3 de febrero de 1852, las fuerzas comandadas por el gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, el llamado ejército grande, sellaron en pocas horas la suerte de la dictadura que durante casi veinte años ejerció el gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas.
La batalla de Monte Caseros, por el número de combatientes la más importante librada en suelo argentino, también una de las menos cruentas, coronó a la revolución emancipadora de 1810 y dio paso a la organización nacional del país.
Un año antes, en el mes de mayo y en la plaza principal de Concepción del Uruguay, el santafesino Juan Francisco Seguí, hijo de un miembro del Cabildo Abierto que destituyó a las autoridades coloniales, leyó en solemne acto, entre salvas de artillería y la entonación del himno, el decreto de su autoría que anunciaba la férrea voluntad de la provincia de Entre Ríos de constituir definitivamente la República.
El escenario que presenció el final del régimen rosista fueron las tierras surcadas por dos bajas cuchillas que pertenecían al acaudalado Simón Pereyra, casado con Ciriaca Iraola y muerto unos meses después del enfrentamiento.
Pereyra era uno de los representantes de la legislatura bonaerense que el 20 de septiembre del año anterior había otorgado, por voto unánime, supremacías y sumisiones absolutas por las cuales la vida, el honor y las fortunas de los ciudadanos quedaban a merced del Excelentísimo Gobernador.
El extenso predio, originalmente de la familia de Diego Casero, estaba ocupado por una amplia casona con mirador que, junto a un imponente palomar, formaba un complejo de edificios, ahora sede del Colegio Militar de la Nación. La zona se hallaba poblada de miles de árboles frutales que dieron el mote de Monte Caseros a la crucial contienda.
La batalla entablada, en la calurosa estación veraniega y en el aniversario del épico combate de San Lorenzo, quedó resuelta en horas.
A la diez de la mañana se inició la confrontación con una arrolladora y triunfal carga de caballería, entrerriana y correntina del ala derecha del Ejército Grande, encabezada por los coroneles Miguel Galarza y Anacleto Medina y liderada por el propio Urquiza.
Luego de nerviosos momentos de indecisión, la caballería fue seguida por la infantería uruguaya, que avanzó en terreno barroso, al trote y con bayoneta calada, emprendiendo por el ala izquierda un audaz asalto a la casona, arremetida respaldada por auxiliares brasileños y que llevaría rápidamente a la victoria.
En la antigua casa y mirador de Casero, donde se había armado un hospital rudimentario, se desarrolló un breve pero feroz combate, y en confuso episodio –origen de una larga polémica– fue muerto el cirujano mayor del ejército de Rosas, el íntegro patriota Claudio Cuenca. En la mochila se encontró un poema inconcluso que revelaba su profunda aversión a la dictadura.
A pesar de que la artillería a cargo de Martiniano Chilavert, junto a infantes comandados por el coronel Pedro José Díaz (antiguos unitarios los dos), pelearon heroicamente en el centro del combate, el resto de las tropas de Rosas no ofrecieron resistencia –muchos arrojaron las armas sin disparar–, y en poco tiempo se produjo tan descontrolada dispersión que, pasado el mediodía, el Ejército Grande alcanzaba una aplastante victoria.
Cumpliéndose celosamente la proclama de Urquiza, humanidad para los vencidos, no hubo matanzas de prisioneros, oyéndose por todos lados el grito de “hermanos” y el “no maten”, rasgo bien infrecuente en nuestras luchas civiles.
Domingo Faustino Sarmiento, el boletinero del ejército que, junto a un batallón oriental, participó sable en mano en el asalto al mirador, nos cuenta que pudo hacerse de una bandera rosista, la diseñada con franjas de color azul negro, bonetes rojos y letreros de muerte –el celeste estaba anatemizado por unitario–, enseña que durante la dictadura de Rosas sustituyó a la de Manuel Belgrano.
Veinte años después, con ademán dramático, la exhibió el sanjuanino cuando pronunció el discurso presidencial que inauguró el monumento al creador de la bandera patria. El caballo de la estatua lo había esculpido el sobrino del coronel Santa Coloma, militar de pasado mazorquero degollado en los campos de Caseros.
Al final de la jornada, entre la noche del 3 y la mañana del 4, Buenos Aires fue víctima de un descomunal saqueo por parte de las tropas rosistas en tumultuoso desbande, junto a presos escapados de las cárceles. La claridad de la noche con luna casi plena, facilitó el despojo y toda la población pasó la noche en vela. El coronel César Díaz, jefe de las tropas uruguayas, aseguró que solo una represión severa, con fusilamientos en el mismo lugar, evitó que la ciudad hubiera sido devorada por la turba, pero a pesar de ello resultó ser la peor catástrofe sufrida por la ciudad.
Un par de días después del triunfo, muchos ciudadanos se congregaron en la plaza Victoria para rendir homenaje a los próceres fundacionales enarbolando la bandera nacional en la pirámide de Mayo, gesto que provocó que al día siguiente buena parte de la ciudad apareciera embanderada a la par que se retiraba la divisa de Rosas, con sus mueras e insignias, que había flameado por años al tope del mástil de la Fortaleza.
Por ese tiempo, el día 5 de febrero, sorprendió ver deambular por las calles a un hombre de aspecto lamentable con barba blanca hasta la cintura.
Pronto se supo que el extraño personaje, llamado José María Salvadores y miembro de una familia opositora a Rosas, había permanecido doce años voluntariamente encerrado en el sótano de su casa para escapar de la Mazorca que lo buscaba para degollar.
Salvadores, que había intentado varias veces exiliarse a Montevideo, en el último intento (1840) resultó atacado por una partida dirigida por Ciriaco Cuitiño. Herido de dos puñaladas, pudo sin embargo regresar a su casa, sita en las calles Suipacha y Temple (Viamonte), escondiéndose en el sótano para evitar que lo prendieran y lo mataran.
Su mujer, Josefa Rita Valle, prestamente colocó una alfombra y una mesa en el lugar donde descendió, y cuando llegaron los perseguidores les manifestó que su marido ya había cruzado el río.
Durante doce años quedó ignominiosamente oculto en la angustiosa y hermética bóveda, atendido sólo por su abnegada esposa. En ese lapso, tuvo con ella dos hijos con el consiguiente escándalo social que debió sufrir estoicamente la fiel cónyuge. Además, debió trabajar de zapatera y modista para poder arrostrar las penurias económicas del hogar, aunque ayudada en sus tareas por el fantasmal marido.
El singular hecho, signo claro de la política de terror desplegada por la tiranía rosista, nos lo relata Juan Manuel Beruti en sus Memorias Curiosas, quien pocos días después de la victoria de Urquiza vio con sus ojos vagar penosamente a Salvadores por la ciudad.
Más de un siglo después, Jorge Luis Borges (en Elogio de la Sombra, de 1969) ratificó la veracidad de tan increíble peripecia –sólo confundió los nombres de pila–- en razón de que su abuelo materno, Isidoro Acevedo, vecino con casa cercana a Salvadores (allí nació el célebre nieto) frecuentaba a quien se había enterrado en vida para escapar a las garras de la Mazorca.
El trágico episodio se ensañó, no por azar, en personas ligadas por la sangre a quien en 1810 sentó las primeras bases de nuestra emancipación. En efecto, los cónyuges Salvadores y Josefa resultaban ser primos hermanos de Mariano Moreno. Sus respectivos progenitores eran sendos hermanos de Ana María Valle, la madre del prócer.
También la sangre con que estrenó la Mazorca su camino de fechorías era de estirpe moreniana. Esteban Bedlam Moreno, sobrino carnal del numen de Mayo, asesinado en el año 1834, sería la primera víctima del grupo parapolicial, crimen que la esposa del dictador, Encarnación Ezcurra, reivindicó sin titubear.
No solo la protección del elemental derecho a la vida y a las libertades personales demostró que Caseros había hecho renacer la prédica de Mayo.
Después de años de implacable censura de imprenta, comenzaron a instalarse libremente en la ciudad periódicos de las más disímiles tendencias, muchas veces enfrentados entre sí. De esta manera, se tomaba nota de la enérgica advertencia en favor de la libertad de escribir, lanzada en la Gazeta de Buenos-Ayres por Mariano Moreno:
…si se oponen restricciones al discurso, vegetará el espíritu como la materia; el error, la mentira, la preocupación, el fanatismo y el embrutecimiento harán la divisa de los pueblos, y causarán para siempre su abatimiento, su ruina y su miseria.
En otro aniversario de Caseros, el 3 de febrero de 1956, se inauguró en el Parque 3 de Febrero de la ciudad de Buenos Aires la estatua de su paladín, mientras que ese mismo día, por disposición del gobierno de la Revolución Libertadora y coincidente con la fecha, reaparecía un gran diario argentino, La Prensa, que cinco atrás había sido amordazado por un régimen afín al abatido por Urquiza.
Ex presidente del Instituto Moreniano