El sadismo y la mortificación como política de Estado
El primer cuento que escribió Osvaldo Lamborghini fue “El niño proletario”. Lo hizo durante la dictadura de Onganía, circuló entre amigos en copias caseras y se publicó recién en 1973, cu...
El primer cuento que escribió Osvaldo Lamborghini fue “El niño proletario”. Lo hizo durante la dictadura de Onganía, circuló entre amigos en copias caseras y se publicó recién en 1973, cuando ya había menguado la censura. En la morfología de ese relato hay una demarcación: la clase media (representada por tres amigos), de un lado, y un niño proletario (cuyo apellido, Stroppani, la maestra deforma con malicia: lo apoda Estropeado), del otro. El padre del chico, borracho y siempre al borde de la desocupación, lo manda a trabajar de canillita; la madre ejerce la prostitución a cambio de un modesto servicio financiero: que los comerciantes le vendan al fiado.
Un día lo ven llegar, lo interceptan, le incendian los diarios que lleva debajo del brazo y le sacan las monedas que había recaudado. Lo tiran a una zanja y le tajean la cara. Luego le arrancan el pantalón, lo violan y lo torturan, mientras el niño se hunde en el barro.
No es una venganza por algo específico; por el contrario, es un placer seco, abstracto. No es que el niño proletario fuera pobre por haber tomado malas decisiones, por ser haragán, ni siquiera por ser poco inteligente; no: lo era por haber tenido la mala suerte de nacer en las capas más bajas de la sociedad. La política es el eje de toda la reflexión lamborghiniana. Por eso, es probable que la pelea desigual del cuento simbolice la lucha de clases, adjudicando la barbarie a la burguesía. Aun cuando me siento en las antípodas de esa postura anticapitalista, tal como ha señalado en una entrevista en este diario el crítico cultural Carlos Gamerro, la nueva derecha empieza a brindar excelentes materiales para entender la tradición de sadismo que destila este relato.
Javier Milei limó las jubilaciones al aumentarlas por debajo de la inflación y, luego, vetó la movilidad que concedió el Congreso. También desfinanció la cobertura médica del PAMI. Podrían entenderse las decisiones desde el punto de vista de las cuentas públicas. Se comprende, además, que el desequilibrio fue provocado por el kirchnerismo, al incorporar beneficiarios sin aportes. Lo que parece completamente innecesario es que el Presidente se saque una foto –con campera de cuero– cuando firma el veto y, peor aún, que la difunda, como si esgrimiera un trofeo, como si hubiera un regodeo perverso parecido al del trío de niños burgueses.
En declaraciones recientes Milei sostuvo que “las jubilaciones volaron”, para lo cual las calculó al dólar blue, como si los bienes que necesitaran los ancianos –fideos, remedios o cuidadores– no se midieran en moneda local. No les doy nada y además los verdugueo. Son “casta”. No fue suficiente escarnio: los impiadosos heraldos digitales, que ya durante la campaña habían acuñado el insulto “viejos meados”, se ensañaron con los jubilados que fueron a protestar, infligiéndoles comentarios escatológicos y manifestando su emoción cuando los reprimían con gas pimienta. Más aún: un filósofo de palacio le atribuyó carácter punitorio al veto: ¿no se trataba, al fin y al cabo, de la generación que durante años había votado mal? Es decir que desplazó el eje de la argumentación: ya no era la restricción presupuestaria sino un escarmiento. La coronación no fue el asado de Olivos en sí, con los “87 héroes”, sino las infinitas coartadas para evitar la palabra celebración. Es sabido: las explicaciones son como pasar un resaltador.
Casi todos estábamos de acuerdo en que el kirchnerismo sumó empleados públicos innecesarios y que se debían depurar esos planteles desbordados. En más de un caso se había detectado que no iban nunca a trabajar, que le hacían fichar a un compañero y hasta que vivían en otra ciudad. Pero los despidos se produjeron bajo criterios opacos y en el peor momento. Podría alegarse que era urgente; pues bien, admitamos por vía de hipótesis esa perentoriedad. Empleados con veinte y treinta años de antigüedad recibieron la noticia mediante un correo electrónico el miércoles anterior a Semana Santa a las ocho de la noche. Echados como perros. No medió el llamado del jefe, tampoco una explicación, ni siquiera hubo un telegrama. Solo un frío e-mail: son muy eficientes en la tarea de añadir mortificaciones.
Hace unos meses decidieron renombrar el Salón de las Mujeres de la Casa de Gobierno, que pasó a llamarse Salón de los Próceres. Podría debatirse si fue un grupo históricamente marginado, si corresponde o no la discriminación positiva cifrada en cupos y nombres, pero eligieron para anunciar ese cambio el 8 de marzo, la fecha en que se celebra el Día Internacional de la Mujer. Pasión por la provocación.
Igual que la maestra de Lamborghini, Milei hace burlas pueriles con los apellidos. Aprovechándose de su posición de poder, remeda opositores, ridiculizándolos. Llama “ratas” y “degenerados” a los legisladores. Naturaliza el acoso a los periodistas, a los que tilda de “ensobrados”, “esbirros” y “cómplices”, lo que es grave porque hoy el modelo autoritario no apela a la censura directa sino a sembrar desconfianza en la opinión pública sobre la prensa libre, como primer paso de un programa para suplantarla por ámbitos paródicos, exentos de un control riguroso. En esta peripecia se inscribe la frase repetida ad nauseam por los barrabravas libertarios para invertir el sentido de las alarmas: “Es exactamente lo que voté”.
La crueldad y la exageración podrían descansar en la idea de mostrar que no les tiembla el pulso, que postulan un capitalismo desenfadado, brutal, sin complejos de inferioridad ni culpas. Para no ser víctima, según esta dramática interpretación, el Gobierno estaría obligado a ser verdugo. Así como el peronismo fue eficaz en lavar el cerebro de la gente haciéndole creer que tenía derecho a ser mantenida por el Estado, el nuevo abecedario populista muta el ángulo de cacería: la nueva demagogia consiste en exhibir rasgos de matonismo que excitan el morbo de los seguidores.
No por nada el sadismo como política de Estado empalma con esa ideología que expande las fronteras de lo mercantil al cuerpo (es posible vender un órgano), a la vida (es posible vender un hijo) y a la cultura (si no es rentable no sirve): la deshumanización. Empalma además con la desproporción: todos estos rasgos de insensibilidad, de desconexión con el ser humano concreto, se presentan en quien declara sin sonrojarse que es “un gigante”, uno de los dos políticos más relevantes del planeta Tierra. Un líder mesiánico que desde una periferia casi ilegible se imagina como el gran salvador planetario, concepto desaforado que estaba ya en la obra de una filósofa de las cátedras nacionales, Amelia Podetti, quien llegó a postular que la idea de mundo nació con el descubrimiento de América: solo desde los márgenes, según su tesis disparatada, se puede ver bien la realidad. Difícilmente Milei haya escuchado hablar de esta filósofa, pero la súbita coincidencia de cosmovisiones con aquella derecha peronista que mezclaba promiscuamente política y religión es una epifanía sospechosa.
Hay una suerte de autoritarismo chambón inscripto, como una marca de agua, en la persistente hipérbole, en la normalización de la injuria, en el deliberado sadismo. En el centro de esa estrategia asoma una nueva inquisición, por ahora en expectativa. El lenguaje y la gestualidad, siempre anticipatorios, preparan la acción. Preparan también una violencia inversa y otra versión de país partido.