Autoincriminaciones narcisistas
Tal vez pocos recuerden al coronel de aviación Alexander Butterfield. Medio siglo atrás, Butterfield era un asistente de segunda línea en la Casa Blanca. En 1971 le tocó ejecutar una misión ul...
Tal vez pocos recuerden al coronel de aviación Alexander Butterfield. Medio siglo atrás, Butterfield era un asistente de segunda línea en la Casa Blanca. En 1971 le tocó ejecutar una misión ultrasecreta bien de película: colocar micrófonos que se activaban con la voz en el Salón Oval, más precisamente en el escritorio de Richard Nixon, en dos lámparas que había sobre la repisa de la chimenea, en la sala del gabinete y en las líneas telefónicas de la sala de estar presidencial, la sala Lincoln.
¿Quién había dado semejante orden? Richard Nixon. Un megalómano narcisista que quería que se grabase todo lo que hablaba en privado mientras regía los destinos, sentía él, del mundo.
A Nixon jamás se le pasó por la cabeza que alguien más iba a tener acceso a estas grabaciones, acopiadas por el Servicio Secreto en un escondite en el subsuelo de la Casa Blanca. Pero cuando se reveló su existencia, el caso Watergate sufrió un giro dramático hasta desaguar en la única caída por renuncia de un presidente norteamericano en dos siglos y medio de historia.
Todo saltó el día que Butterfield, hoy de 98 años, fue citado a comparecer ante el Comité senatorial que investigaba el Watergate. Palabras más, palabras menos, en un momento del interrogatorio el militar, desafiante, estalló: “¿Pero acaso ustedes no saben que en la Casa Blanca se graba todo por orden del presidente?”.
Tras la caída de Nixon, de la que casualmente el jueves pasado se cumplieron cincuenta años, innumerables trabajos académicos y decenas de libros fueron publicados en base a aquellas cintas, que alcanzan las 3800 horas. El último libro, de 700 páginas, salió hace un par de años. De difícil procesamiento, las cintas resultaron una cantera inagotable de información histórica. La muerte de Nixon en 1998 debilitó la pretensión de privacidad que se había confrontado con el derecho del público a conocer su contenido. Postmortem los abogados de Nixon siguieron perdiendo las batallas judiciales que buscaban recuperar la reputación del expresidente o impedir que empeorara.
Ya no se trataba de las órdenes dadas por el presidente al FBI y a la CIA en el Salón Oval para encubrir el Watergate o hablando con sus asesores sobre silenciar con un millón de dólares a los cinco sujetos que asaltaron el Partido Demócrata. Las alusiones al Watergate se mezclaban con discusiones sobre política nacional y relaciones internacionales en las que Nixon no ahorraba expresiones antisemitas, homofóbicas, improperios, comentarios despiadados respecto de otros políticos y líderes mundiales con los que en público lucía cortés (como Indira Gandhi), referencias a trucos sucios, a contribuciones ilegales, odio explícito. “Abuso de poder”, sintetizan algunos historiadores que investigaron parte -los jueces no habilitaron el total- de las densas grabaciones.
Difícil encontrar dilemas tan apasionantes sobre lo público y lo privado en el poder y sobre la producción de pruebas autoincriminatorias como los que plantearon las cintas de Nixon. Que se debieron a una combinación de dos cosas: la tecnología (el Servicio Secreto estrenaba en los setenta grabadores activados con la voz que hoy se venden en cualquier negocio de electrodomésticos) y la singular personalidad de Nixon. Nixon fue al mismo tiempo, pocos lo discuten, un gran estadista. Entre otras cosas sacó a Estados Unidos de Vietnam y restableció las relaciones con China.
Alberto Fernández, ni hace falta aclararlo, no fue un estadista y por su tristemente original rótulo de presidente golpeador tampoco cabe compararlo con Nixon ni con otros mandatarios, sean de donde fueren, algunos denunciados eventualmente por reprimir al pueblo pero no a sus esposas.
Con él cambió la historia mundial. Nunca antes una exprimera dama de ningún país democrático había salido en las tapas de los diarios con atemorizantes hematomas causados en una sede de gobierno por los puños de su marido.
Sin embargo, es interesante observar que las miserias de Fernández también salieron a la luz en forma repentina y onerosa -y probablemente con importantes consecuencias políticas futuras- a causa de una combinación fatídica de tecnología y personalidad.
La tecnología estelar es el whatsapp, cruza de red y medio de comunicación supuestamente privado que funciona como registro irrefutable, igual que los videos caseros grabados mediante celular, reconvertidos en pruebas lacerantes cuando el usuario decide no borrar lo que podría incriminarlo. Una acción que le llevaría cinco segundos.
Para quien no se configure la situación, el llamativo comportamiento de no borrar textos, fotos o videos comprometedores tal vez podría ser ilustrado con un caso hipotético que a lo mejor suena demasiado ficcional. Sería el del celular en desuso de un marido infiel que en modo chupete electrónico es puesto en manos del pequeño hijo mientras está cursando un berrinche que la abuela busca cancelar con música o dibujos animados. Instantes después, el niño de dos años, que manipula el celular con más destreza que su abuela, activa repentinamente un video en el que se escucha la voz de papá diciéndole te amo a una mujer que no es mamá. La abuela incauta en el acto el celular con su corazón a ciento cincuenta palpitaciones y junto con el ritmo cardíaco descontrolado se lo transfiere a su hija, la primera dama de la Argentina.
Según Fabiola Yañez esto fue lo que de veras le sucedió a ella y a su hijo Francisco con un celular viejo de su marido Alberto, a quien se refiere como “esta persona”. Más un detalle verificable: en el video la escena de seducción no ocurre en cualquier parte sino en el despacho presidencial.
Todo sería imposible de creer si ese video no se hubiera hecho público y si su autenticidad no hubiera sido refrendada por la coprotagonista.
“Van a decir que te lo hice decir borracha”, le advierte Fernández a la interlocutora, enfocada cuando él le reclama que le diga “algo lindo” y le exige que antes de decirlo deje de tomar cerveza. Es la parte más curiosa, más misteriosa del video. ¿Quiénes “van a decir”? ¿Cuál será ese público?
Nixon, convencido de su grandeza, se grababa para la eternidad. Fernández, aparte de que lo suyo pertenece a un género todavía no clasificado, evidentemente espera una platea corpórea, terrenal, cercana, cuya opinión lo obsesiona. Ese “van a decir” merece ser estudiado en profundidad por analistas del discurso político. O primero por psicólogos. Se trata del presidente que más tiempo dedicó en las declaraciones públicas realizadas durante cuatro años de mandato a vanagloriarse de su honradez.
Tal vez haga falta recordar que Fernández fue desde su origen una anomalía. Mientras en los países presidencialistas en los que se vota por una fórmula es el presidente el que define o propone al vicepresidente, con Fernández se realizó un experimento invertido. Él ni siquiera tenía planes -ni posibilidades- de aspirar al cargo. En ese contexto, la irregularidad mayor fue la evaluación que encaró la selectora, por completo desdeñosa del dato de que el postulante (en verdad nadie supo que él concursaba) venía de años de denunciarla a ella, a la mismísima selectora, por corrupta, por haber “tirado por la borda” todo lo que había hecho Néstor Kirchner, por su intención de subordinar la justicia, por falsear las estadísticas oficiales, por el pacto con Irán, por la Masacre de Once y mil cosas más que el antikirchnerismo estándar también enlistaba, pero sin tanta precisión y conocimiento de la cocina. Fernández venía de ser el jefe de Gabinete más duradero que haya habido (récord que conserva), venía de servir a los dos Kirchner cuando salió del gobierno y fundó su propio partido, el Partido del Trabajo y la Equidad, menos recordado que el coronel Butterfield.
Poco importa ahora establecer a qué hora del día Fernández tenía razón. Lo atronador es que haya ganado el concurso para ser presidente luego de haber pasado de fanático kirchnerista a fanático antikirchnerista, para reaparecer otro día como antikirchnerista arrepentido, léase fanático kirchnerista recauchutado, y en esa condición haya podido ser santificado, bendecido, ungido y acompañado en la fórmula por la propia líder del kirchnerismo, la selectora.
Ella, Cristina Kirchner, de aquí en más la espectadora, le explicó al país el viernes que Fernández, Macri y De la Rúa no fueron buenos presidentes. Un primer chorro de diluyente.
A renglón seguido enseñó que la violencia de género constituye lo más sórdido y oscuro de la condición humana pero aclaró que se da igual en un palacio o en una choza. Es decir, el hecho de que el presunto pegador haya sido el presidente de la Nación, la víctima la primera dama y que justo haya ocurrido en un gobierno que hizo de la defensa de los derechos de la mujer su causa mayor no tiene ninguna importancia. Segundo chorro de diluyente.
Y cerró la clase diciendo que la misoginia, el machismo y la hipocresía, pilares en los que se asienta la violencia contra la mujer, no tienen bandería partidaria y atraviesan a la sociedad en todos sus estamentos. Otro balde de diluyente.
O sea, violento contra la mujer puede resultar cualquier Fernández. Es un poco como el Covid, medio aleatorio, pero ahora nos tocó este Fernández incidentalmente palaciego, justo el que ella puso a presidir la Argentina (los archiveros siguen buscando, todavía no encontraron en la historia mundial presidentes pegadores). Una lástima que cuando le tomó el examen no detectó rastro alguno de misoginia, machismo ni hipocresía ni se le ocurrió hacer un psicodiagnóstico. Para qué recordar el pomposo tuit del 18 de mayo de 2019, cuando anunció que llevaría a Alberto Fernández a la cima. “Mi decisión es una contribución a la construcción de un país distinto, que la tomo como una inmensa responsabilidad ante la historia”.
Ahora en serio: del pronunciamiento de Cristina Kirchner de hace cinco días, una colección de disparates, razonamientos enrevesados y victimización insolente, más bien merecería observarse lo que pasa por alto: la corrupción del albertismo que desde hace tres meses se destapa. Es como si la investigacion del juez Julián Ercolini por presunto fraude y negociaciones incompatibles con la función pública que reveló por accidente el Fabiolagate no hubiera existido.
Por lo menos hubiera dicho que al final la corrupción no es algo tan malo. Gracias a ella Ercolini allanó el domicilio de la secretaria María Cantero, una conservacionista. Su celular resultó ser un inventario meticuloso del lado oscuro del gobierno de Fernández y también de sus hábitos domésticos casi tan locuaz como las cintas de Nixon.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/autoincriminaciones-narcisistas-nid14082024/