Argentina hasta la muerte
Soy “argentina hasta la muerte”, aunque las cosas acá no sean sencillas y se transite por la vida montados como en una bicicleta casi siempre cuesta arriba. La frase entrecomillada es adaptaci...
Soy “argentina hasta la muerte”, aunque las cosas acá no sean sencillas y se transite por la vida montados como en una bicicleta casi siempre cuesta arriba. La frase entrecomillada es adaptación de un textual que hice carne y me acompaña desde hace décadas. La escuché por primera vez cuando cursaba la secundaria en la Escuela Normal Superior Próspero Alemandri, de Avellaneda. Isaac, un extravagante profesor de literatura que nos hacía actuar los textos del programa escolar –lo que le valió más de una reprimenda de las autoridades porque los alumnos trasegábamos disfrazados los pasillos, según el personaje que nos tocaba en suerte–, nos acercó una vez una poesía difícil de leer, sin signos de puntuación y con un ritmo trepidante. “Argentino hasta la muerte” era su título. César Fernández Moreno, su autor. César fue hijo de otro grande, Baldomero, el de los “Setenta balcones y ninguna flor”, y padre de una deliciosa y mordaz escritora, Inés, fallecida a fines del año pasado.
Reconozco que leer aquel poema a los “diecipocos” años significó un esfuerzo importante, pero que, con el tiempo y en mi caso, se transformó casi en un himno frente a las rocambolescas circunstancias de la vida personal y del devenir político del país. Podría aventurarse –como se suele decir hoy– que con su estilo coloquial e irreverente, César Fernández Moreno “la vio” hace 70 años, como tiempo antes “la había visto” el español José Ortega y Gasset con su famosa frase “Argentinos, a las cosas”, que nos instaba a “dejar de lado suspicacias y narcisismos, vivir a la defensiva y tener trabadas nuestras potencias espirituales poniendo en riesgo nuestra curiosidad, perspicacia y claridad mental, secuestradas por los complejos de lo personal”.
En su poema, fechado en 1954, César Fernández Moreno describe al país y a sus habitantes con la autoridad que le confirió haber nacido en Buenos Aires y sido un agudo e irónico observador de la picardía criolla. Hace siete décadas, escribió: “Nosotros somos así vivos esencialmente / en nuestro suelo se acomodan veinte millones de habitantes / preferimos las agachadas a los levantamientos / eso lo decís por mí a que no sos capaz de repetirlo / necesitamos que nos insulten dos veces / entonces casi nos agarramos a cachetazos / necesitamos un amigo que nos separe / pero decile que donde lo encuentre le voy a romper el alma / necesitamos que el azar se pliegue a nuestra venganza / queremos encontrar no buscar / que busquen los foráneos petróleo o lo que sea / pero nos las sabemos rebuscar (…). En otra parte sostiene que “un funcionario es un hombre que fuma”, que “los edificios públicos tienen enormes pórticos / pero la gente debe entrar por la gatera del ordenanza / enormes escalinatas rampas rampantes / pero se sube por el pastito”, y asegura que acá “los timbres de alarma solo suenan cuando se descomponen” y que “entonces de todos modos nadie se alarma”.
Cómo no coincidir con César Fernández Moreno. Los argentinos somos una mezcla de improvisados con suerte, de procrastinadores sin culpas, de críticos furibundos: el país nos duele tanto como lo amamos
Lejos de ser una feroz autocrítica, en todo momento el autor rescata el hecho de ser argentino, de abrirse paso entre los escollos, de sortear turbulencias y mantenerse en pie a pesar de todo.
“Esta bronca –se confiesa– me sale de ser argentino / soy gaucho y entiendanló / soy de los de acá de este lugar y no de otro / soy argentino de la mejor y de la peor manera (…) Buenos Aires me tenés en cafúa / yo no puedo vivir sin tu agua en los pulmones / no puedo vivir sin este frío sin este calor / me pongo el saco me saco el saco (...) pero definitivamente me abrigo bien / sobre todo a las tres de la tarde un día de verano en el barrio bancario”.
No es difícil sentirse identificado con muchas de esas situaciones. Sí fue difícil para una amante de su obra como yo conocerlo personalmente. Murió joven, en 1985, en París, siendo agregado cultural de la embajada argentina en Francia durante el gobierno de Raúl Alfonsín.
El destino quiso que muchos años después y, por cuestiones de trabajo, compartiera con su hija Inés un viaje a Brasil. Yo no la conocía más que por sus textos. Me la habían presentado solo por el nombre de pila. Ambas formamos parte de un contingente que, durante una semana, trajinó ciudades, se alojó en distintos hoteles y habló con decenas de personas para convertir esa experiencia en notas periodísticas. Al volver, en el avión, hablando sobre nuestras preferencias literarias con una colega de Clarín le conté lo mucho que me había marcado aquel poema. Ella sí sabía el apellido de Inés y, para mi enorme sorpresa, me dijo: “Ahí la tenés, sentada en la fila de adelante”. No pude resistirme y casi que me le abalancé. Mi incontinencia verbal elogiando a su padre hizo que Inés abriera grande los ojos. Conversamos mucho, al punto de contarme que tenía una perra, Pascua, una labradora, igual que Paco, el mío, un labrador entrañable que vivió con mi familia casi 14 años.
La última llamada de Inés, la escritora, hija de César y nieta de Baldomero, fue para decirme que nuestros perros -su Pascua y mi Paco- no nos darían “nietos”. Una lástima. Había fantaseado con ser parte de la familia de mi autor favorito
Meses después de aquel viaje, recibí un mail de Inés. Se acordó de nuestras anécdotas perrunas y se le ocurrió que su Pascua y mi Paco podían tener un encuentro. Nos invitó a su casa en el barrio de Agronomía. Llevé a Paco con una bolsita de gasa beige llena de golosinas para perros, como si fuera a visitar a una novia. De más está decir que el pobre Paco fue la excusa perfecta que encontré para seguir hablando con Inés de su pasado y de su presente de narradora exquisita, dueña de un fascinante sentido del humor.
Paco y Pascua se entendieron tan rápida y fogosamente que hasta nos daba vergüenza. Corrían apasionados por el jardín mientras tomábamos un té frente a una arboleda tupida, atiborrada de flores. Antes de irnos, Inés me llevó a recorrer el interior de la casa y ahí estaban los recuerdos de su papá. Sus libros, sus fotos. No podía creerlo. Fue una tarde mágica, también compartida con Carlos, el esposo de la anfitriona, y Alan, mi hijo.
Casi de memoria, le recité a Inés el final de aquel poema en el que su padre, con insurrecto amor reverencial, le decía a la Argentina lo que él creía que ella necesitaba: “Muchos hijos insolentes calaveras generaciones de hijos desalmados / que te quieran que te odien furiosamente / que te tomen como una curva cerradísima / que te tomen como una copa de cicuta / que te tomen la mano la cintura / yo pongo sobre vos y nada más que sobre vos todo mi cuerpo / a esta luz me dieron a esta luz me doy / y bueno soy argentino”.
¡Cómo no serlo! Cómo negar que somos todo eso: mezcla de improvisados con suerte, de procrastinadores sin culpas, de críticos furibundos porque la Argentina nos duele tanto como la amamos.
La última llamada que recibí de Inés fue para decirme que no habría perritos, que Pascua solo había tenido un embarazo psicológico. “Los chicos no nos dieron nietos”, me dijo Inés. Una lástima. Había fantaseado con ser parte de la familia de mi autor favorito.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/argentina-hasta-la-muerte-nid19012025/