Alta Fidelidad. Gulliver en Buenos Aires: el viaje del ojo swiftie de Puerto Madero a Villa Crespo
Como antes, cuando era la continuación subterránea de Florida, para llegar a la galería Ruth Benzacar hay que descender escaleras. Ahora las del subte B, con una última fotografía mental: la i...
Como antes, cuando era la continuación subterránea de Florida, para llegar a la galería Ruth Benzacar hay que descender escaleras. Ahora las del subte B, con una última fotografía mental: la imagen imponente de una Juana Azurduy de nueve metros que, quijotesca, se bate con la espada frente a las torres posmodernas de Puerto Madero que en la perspectiva la empequeñecen. ¿Y el que mira entonces? Minúsculo, microscópico se diría, ante la monumental heroína indígena de bronce y sus imaginarios molinos que desde la boca del subte parecen superpuestos.
La casa de Saramago en Lisboa, un viaje por el universo literario del Nobel portugués
El viaje entonces será guionado por (Jonathan) Swift: seres de Liliput en la Plaza del Correo con ojos de Gulliver, ojos swiftie, una vez que se abra el portón (con ese gesto medio clandestino de speakeasy) de Benzacar en el límite norte de Villa Crespo, barrio ya casi conquistado del todo por la gentrificación. Allí en ese enorme warehouse convertido en cubo blanco somos nosotros los gigantes. Los que miramos con ojos de Gulliver (o de la Juana Azurduy de bronce) a las miniaturas que Liliana Porter libera o atrapa en sus Cuentos Inconclusos. La tempestad de “Blue Waves”, por caso, una violenta mancha azul que hace sospechar que el mar fue un invento de Pollock, en cuya base encalló una fragata del siglo XIX a escala que podría naufragar en una bañera.
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Vidas paralelas: Victoria Ocampo y la pasión por Lawrence de Arabia
El último libro del premio Nobel Bob Dylan se llama Filosofía de la Canción Moderna (Anagrama) y, como corresponde a un outsider de la literatura, es algo distinto a un libro y su “filosofía” está entre la reflexión sobre los arquetipos que se esconden en las sombras de una serie arbitraria de canciones que no son de él y las cosas que diría un tahúr ante la disposición de las cartas. Con las canciones de otros (que lo incluyen siempre) se comporta de la misma manera que su contemporánea Liliana Porter lo hace en esas yuxtaposiciones fascinantes de objetos, adornos, seres de ferrocarriles de juguete. Entre compositores e intérpretes populares Dylan nos puede llevar a la observación miscroscópica de un sastre, un inmigrante ucraniano que cosía las lentejuelas de los mejores trajes de luces de la música country. Así, el libro que es radio y también sesión de tarot está salpicado de detalles inadvertidos como los que se disponen en la instalación sobre una tarima de ocho metros en Benzacar.
Hay algo así como el inconsciente freudiano de la cultura popular en esos avisos que Dylan corta y pega y que se transparentan en las páginas. Avisos de revistas pulp en los que se asegura que “usted puede tener su propio show de radio” o que “aprenderá piano en siete días o se le devolverá el dinero”.
Las canciones folk, pre pop y pop tal como las cuenta Dylan y los objetos que imitan la realidad tal como los extrae Porter para (acaso como su padre, el director de cine Julio Porter) dirigirlos en el entorno del arte parecen venir del mismo fondo de la historia. Al fin y al cabo, ninguno de los dos es neoyorquino pero sí. Young americans, diría Bowie, pasados los 80 años. Boomers del norte y sur en una asombrosa plenitud creativa.
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Morrisey cancelado y los fantasmas de una biblioteca pandémica
El ojo swiftie no alcanza frente a “Cuentos Inconclusos 11″, otra salpicadura azul violenta. En este caso más parecida a un rastro de sangre que al golpe tempestuoso del mar. No sirve, no alcanza, para distinguir a la miniatura que se vuelve poderosa en el extremo superior del cuadro. Hay que verla en la reproducción digital y hacer zoom sobre ella. Una mujer como de los años cuarenta, el sedimento de la era que Dylan ausculta en su libro, bañada en color cobre. Una mujer común y a la vez poderosa: La vengadora ínfima.
Un hilo invisible la une a la gigante de bronce ahora enfrentada a los rascacielos de Puerto Madero. Debe ser la voz de Mercedes Sosa cantando “Juana Azurduy”, mi rock & roll antes del rock, en el álbum Mujeres Argentinas (1969). El cuadro, el retrato, se puede descolgar. El estremecimiento de su voz escuchada a los 10 años (“No hay otro capitán más valiente que tú”) es ya indeleble. Se queda para siempre.