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Majestuosos relojes de la existencia

Cuando planté las melaleucas en uno de los cercos laterales, recién construida la casa, eran una plantitas de no más de 50 centímetros, a la vez flaquitas y saludables, pero que contrastaban co...

Cuando planté las melaleucas en uno de los cercos laterales, recién construida la casa, eran una plantitas de no más de 50 centímetros, a la vez flaquitas y saludables, pero que contrastaban con el alto alambrado del perímetro, y toda la escena daba la impresión de una batalla perdida de antemano.

Ahora, mientras escribo estas líneas, oigo la máquina del señor que ha venido a podarlas. Tuvimos un otoño muy lluvioso, así que debió postergar su visita varias veces. E incluso antes de las lluvias y los retrasos, esas melaleucas se habían convertido en un alto muro verde, muy por encima del alambrado, a cuyo pie las perras esconden los objetos que consideran valiosos.

Por su follaje profuso, denso, tupido, de innumerables hojas pequeñas y perennes, funciona como una eficiente barrera visual y sonora. Tolera estos suelos malos, no la he visto padecer enfermedades y solo hay que evitar que se vuelva arbórea. Para eso, y porque aquellas plantitas tímidas de 2017 crecieron sin modestia, esta es la segunda vez que las vienen a podar.

En La Rural, entrando por la calle Juncal, en la zona que se conocía como quincho o fogón, hay una araucaria. Tuve que ir estos días, y cuando la vi, inmensa y silenciosa, le dije a mi mujer que así iba a ser mi araucaria dentro de muchos años. Calculé que ese árbol tendría 80. Me dijo que le habían dicho que 65. Tenía sentido. Mi araucaria ya va por 36, pero durante 33 años la tuve en macetas, con la esperanza de poder darle algún día un planeta.

Por fin, luego de haber viajado en 1988 desde Bariloche hasta Buenos Aires cuando era todavía una semilla y tras haber germinado impetuosamente, pude trasplantarla a tierra hace tres años. Ahora tiene tres metros de altura y se ha adaptado bien. Pero la vista de esa enorme araucaria de La Rural me hizo advertir dos cosas. Primero, que estos árboles milenarios nos trascienden. Segundo, que para cualquier cosa que tenga que ver con plantar y cultivar es menester pensar a futuro. Quizá no haya mejor escuela de políticos que una temporada en el campo.

Mi ciprés de los pantanos (Taxodium distichum) va por su tercer otoño aquí y está empezando a mutar a ese color cobre que se ubica entre el fauvismo del fresno y el impúdico festival flamígero de los liquidámbares. Impresiona que ese palito que llegó frágil y casi sin hojas, arrancado de la tierra en un campo cercano y que una amiga me regaló con la esperanza de darle una segunda oportunidad, se ha convertido en solo tres años en un árbol elegante de tronco imponente.

Pero lo hacen con tanta lentitud, tan calladamente, que se parecen, los árboles, a los relojes. Y terminan siendo relojes de nuestra existencia. A pesar de lo que se cree, no todos viven miles de años. No está mal asombrarse con los longevos cipreses y las secuoyas que germinaron cuando los indios inventaban el cero. Pero muchos árboles viven más o menos lo mismo que nosotros, lo que no deja de ser significativo. Hace diez años, cuando compré este lote en el que construí la casa, había dos tronquitos delgados y altos, casi sin ramas, inciertos e indefensos. Hoy se han convertido en unos fresnos jóvenes y magníficos. Dentro de otros veinte o treinta años, sus troncos se pondrán negros y el contraste con el follaje áureo del otoño será de esas visiones que te reconcilian con los sinsabores de la vida terrenal. Pero –debo insistir– hace diez años eran unos palitos insignificantes.

El hombre ha terminado de podar las melaleucas. La otra vez, cuando las vi así, peladas, casi me da un ataque. Ahora sé que reverdecerán pronto; a lo mejor (nunca hablé con una melaleuca), fortalecidas. Suelto a las perras, que han tolerado con indignación mal disimulada la sospechosa actividad en su territorio, y cuento. He plantado siete árboles en siete años. Y este invierno irá a tierra el olivo. Le precedieron dos ceibos, la araucaria, un limonero, el taxodio, la higuera y el orgulloso laurel. Más las vides, pero ese es otro capítulo.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/majestuosos-relojes-de-la-existencia-nid15052024/

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