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Impuesto de sellos, botín de reyes

El impuesto de sellos fue aplicado por los Habsburgos en Países Bajos (1624) y luego en España (1637). Los Borbones lo impusieron en Francia (1674) y los Estuardos en Inglaterra (1694). Su objeti...

El impuesto de sellos fue aplicado por los Habsburgos en Países Bajos (1624) y luego en España (1637). Los Borbones lo impusieron en Francia (1674) y los Estuardos en Inglaterra (1694). Su objetivo era gravar documentos, como contratos o testamentos, cuando se registraban para asegurar que pudiesen ser ejecutados en los tribunales.

Felipe IV (1605-1665), penúltimo Austria español, lo extendió también a sus colonias americanas en 1637. Después de 1816, fue continuado por las Provincias Unidas y luego de la Organización Nacional, lo adoptó Buenos Aires (ley 244 de 1864) y sus 13 hermanas. De modo que los argentinos hemos convivido con ese gravamen aberrante durante casi 400 años, de los cuales la mitad como nación soberana.

Pasaron los siglos y la racionalidad pareció imperar, pero poco duró. En 1993, fue eliminado en la Capital Federal por aplicación del Pacto Federal celebrado a instancias de Domingo Cavallo. Este incluía, entre otras cosas, el compromiso de las provincias de quitarlo, lo que nunca ocurrió. Con la reforma constitucional de 1994 la ciudad fue autónoma y aquella beneficiosa derogación se revirtió en 2009 cuando se reformó el Código Fiscal y el malhadado impuesto se reintrodujo.

Al impuesto de sellos se lo toma como un ingreso más sin ningún análisis comparado de utilidad social. El monto que se extrae de la comunidad y que es luego reencauzado como gasto está completamente disociado

Durante esos 16 años de atisbo civilizatorio, en la ciudad de Buenos Aires se podían firmar contratos sin recurrir a falsos intercambios de cartas o a documentos que se ocultaban para no ser fiscalizados. Hasta se constituían domicilios en la ciudad para hacer contratos que, en realidad, correspondían a la Provincia de Buenos Aires.

En su origen, era el pago de una suma fija en papel timbrado. Con el tiempo, la voracidad estatal lo hizo porcentual, alentando la elusión. Al castigar la formalización de contratos, induce modos imperfectos de plasmar lo acordado dañando la seguridad jurídica. Y al gravar todo acuerdo firmado en papel, en la práctica resulta un peaje irritante a la convivencia social. Alquileres de viviendas o comercios, compras de casas, autos, motos o camiones, préstamos, seguros, tarjetas de crédito, cuentas corrientes, avales o fianzas. Lo que se prometa o confirme por escrito, en escritura fonética, jeroglífica o logográfica, si no es gratuito, debe tributar. Un típico tributo precapitalista que obstaculiza el tráfico comercial y la circulación de bienes, ignorando que la causa de la riqueza de las naciones es el comercio, el ahorro y la inversión.

Se trata del único impuesto que grava apariencias formales, aunque no haya cambios patrimoniales ni flujos de liquidez. Es como exigir dinero por una encomienda sin contenido

Es un palo en la rueda que ponen las 22 jurisdicciones (salvo Tierra del Fuego y Santa Cruz) para complicar la vida ajena, priorizando organigramas ministeriales sobre los intereses particulares, tal como Hegel lo propició y Adam Smith lo refutó. Y esa barrera ramplona – “Martin Pescador, ¿me dejará pasar?”– afecta la creación de riqueza colectiva pues “pasará, pasará, pero el último quedará”. Y quien no paga, no pasa.

En la ciudad de Buenos Aires el impuesto de sellos para 2025, suma 635.370.887.128 de pesos (600 millones de dólares). El 4.56% del gasto total de casi 14 billones de pesos (14.000 millones de dólares). En la Provincia de Buenos Aires, con gastos de $33 billones (33.000 millones de dólares) el sellado financia 907.000 millones de pesos (900 millones de dólares) equivalente al 3% del total.

Hace unos días, la Legislatura porteña aumentó el monto exento de sellos para operaciones de vivienda única, familiar y de ocupación permanente, aliviando el costo de acceder a la vivienda propia. Por su parte, el gobierno de la Ciudad modificó estructuras de entes, unidades y secretarías y recortó cargos políticos en directorios de organismos, reduciendo gastos por 13.319 millones de pesos que aseguró que destinará a seguridad, salud y educación. Pero con esa conmiseración oficial hacia los gobernados no basta. Con aquel alivio no alcanza y la reasignación de gastos está bien lejos de los 635.000 millones de pesos que financia la gabela instrumental.

Para la política, cuando un impuesto provee la cifra que fuere, la única preocupación es gastarla aquí o allí según su desleal saber y entender. Y, luego, debatir prioridades en los recintos legislativos frente a otros bloques que pretenden otros usos, pero jamás su derogación

Ha llegado el momento de encarar seriamente la eliminación de impuestos distorsivos en todas las jurisdicciones y el impuesto de sellos es el peor. Si la Capital Federal lo pudo en 1993, lo puede ahora para dar el ejemplo. De la Provincia de Buenos Aires, tierra del Estado presente y la inversión ausente, nada puede esperarse.

Evidentemente, se trata de una exacción exitosa y por ello ha sobrevivido a través de los siglos, aunque sea retrógrada. Como en tiempos de Felipe IV, ninguna tan eficaz para las alforjas reales, pues medra a expensas de todos los intercambios documentados que conlleva la vida cotidiana. “¡Pling, caja!”, dicen los agentes de AGIP o ARBA, como los Habsburgo hace cuatro siglos, sin importarles si los firmantes ganan o pierden, si lo acordado se concretará o serán palabras que lleve el viento.

Cuando los 22 Estados preparan sus presupuestos calculan gastos en función de lo que piensan recaudar de los impuestos, tasas o contribuciones vigentes. Expanden su talle tanto como el último agujero del cinturón lo permite. A nadie se le ocurre que alguno de ellos (el de sellos en particular) debería derogarse. Nadie se pregunta cuánto mejoraría la vida de los ciudadanos si esos millones permaneciesen en los bolsillos de restaurantes, hoteles, talleres, taxistas, profesionales, estudiantes, jubilados, padres de familia o amas de casa. ¿Quién puede sostener que agregarán más valor las reparticiones que gastan esas cifras que los usos productivos o de supervivencia que los segundos les darían?

La motosierra tiene mucho para cortar en la compleja estructura de la burocracia porteña -y del resto de los distritos-, sin afectar la salud ni la educación, si existe vocación política de calzarse el gorro frigio y de gravar solo de forma republicana

Al impuesto de sellos se lo toma como un ingreso más sin ningún análisis comparado de utilidad social. El monto que se extrae de la comunidad y el mismo monto, luego reencauzado como gasto, están completamente disociados entre sí. No hay vasos comunicantes para nivelarlos en un punto óptimo de creación de valor. Si bien este mismo ejercicio es válido para todos los impuestos, el de sellos es el único que grava apariencias formales, aunque no haya cambios patrimoniales ni flujos de liquidez. Como exigir dinero por un sobre sin epístola o por una encomienda sin contenido. Por eso es materia de escribanos y no de contadores.

Para la política, cuando un impuesto provee la cifra que fuere, la única preocupación es gastarla aquí o allí según su desleal saber y entender. Y luego debatir prioridades en los recintos legislativos frente a otros bloques que pretenden otros usos, pero jamás su derogación. Aun rebalsando, el recipiente del impuesto de sellos es indiferente al estado de los bolsillos ciudadanos, raídos o vacíos.

En la ciudad de Buenos Aires, valga el ejemplo, existe una multitud de direcciones cuyos nombres escandinavos son ajenos a las urgencias de la gente. Contemplan todas las problemáticas de la diversidad, la inclusión, la convivencia, la sustentabilidad y el bienestar de seres humanos y sintientes, de caninos, felinos y del reino vegetal. Es difícil cuestionar la razón de cada una sin contrastarlas con los provechos alternativos que obtendrían familias y comercios si pudieran decidir por sí mismos su destino. Sin duda, el desarrollo económico de la ciudad estaría mejor servido con la reversión de los sellos a la gente que con la repartición que lleva ese nombre.

Su eliminación no puede ser gradual, pues siempre habrá razones frente al silencio del común, que, en su multiplicidad, no puede unificar su voz para demostrar las propias. Por ello, debe hacerse como si un “cisne negro” hubiese impactado sobre las finanzas locales forzando a reducir gastos por un monto equivalente, con toda la dureza que ello implica. Es muy diferente la definición de función “imprescindible” en un contexto de holgura que forzado por una súbita e inflexible carencia. No basta con reducir alícuotas o aumentar exenciones. Ningún gasto público se justifica si ello implica tomar un solo peso del botín Habsburgo. Esa debe ser la consigna para replicar en todo el país.

Sería la versión local del “no hay plata” que Javier Milei fijó como norma para el presupuesto nacional. La motosierra tiene mucho para cortar en la compleja estructura de la burocracia porteña –y del resto de los distritos– sin afectar la salud, la seguridad ni la educación, si existe vocación política de calzarse el gorro frigio y de gravar solo de forma republicana.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/editoriales/impuesto-de-sellos-botin-de-reyes-nid19012025/

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