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El maravilloso mundo que podría haber sido, pero que no llegó a construirse

Imaginemos una realidad paralela en la que turistas ajetreados, pendientes de las fotografías que toman con sus celulares, concluyen su caminata por la elegante avenida Champs-Élysées frente a u...

Imaginemos una realidad paralela en la que turistas ajetreados, pendientes de las fotografías que toman con sus celulares, concluyen su caminata por la elegante avenida Champs-Élysées frente a un enorme elefante de bronce.

En este universo imaginario, el Arco del Triunfo -antaño ordenado por Napoleón Bonaparte para homenajear a sus soldados tras la histórica victoria de la batalla de Austerlitz- no ocupa la plaza de l’Étoile de París. En su lugar, está instalada la estrafalaria visión de Jean-Etienne Ribart de Chamoust, un arquitecto que -varias décadas antes de que se pusiera la primera piedra del Arco- tentó al entonces rey, Luis XV, con una majestuosa edificación de más de 60 metros de altura: un paquidermo multifuncional, en cuyo vientre habría salas de concierto y de baile, además de departamentos con inmejorables vistas para alojar a visitas aristocráticas.

El cuadrúpedo dispararía agua por la trompa, dándole el plus de fuente a L’éléphant triomphal, como se tituló esta propuesta frustrada de 1758, que bien podría haberse concretado si el monarca hubiese tenido un poquito más de arrojo.

Parte del mundo tal cual lo conocemos hoy podría lucir de otra manera si presupuestos desorbitantes, golpes de estado y otras poderosas razones no hubieran interferido. Así nos lo hacen saber dos periodistas estadounidenses, Sam Lubell y Greg Goldin, que no temen llamarse orgullosamente a sí mismos “especialistas en fracasos arquitectónicos”.

Aun cuando la historia la escriban los vencedores, como reza con acierto el lugar común, SL y GG confían en el potencial -a veces cómico, a veces inspirador- de proyectos monumentales que, para bien o para mal, no llegaron a buen puerto. Al entender de estos rescatadores, después de todo, “no hay acceso más puro, menos intervenido a la mente de arquitectos que los trabajos que no consiguieron llevar adelante”.

¿Y si la mítica estación Grand Central hubiera sido derribada en los 50 para levantar allí, en el corazón de Manhattan, un edificio con forma de reloj de arena diseñado por el consagrado I.M. Pei? ¿Y si el modernista peruano Miguel Rodrigo Mazuré hubiese tenido luz verde para construir un hotel junto a Machu Picchu, conviviendo su diseño de ciencia ficción con la sagrada ciudadela inca?

¿Y si el brasileño Fábio Penteado hubiese conseguido viajar a Cuba? Pero interrumpidas las relaciones diplomáticas entre ambos países, se vio impedido de materializar su audaz propuesta brutalista, elegida personalmente por Fidel Castro, para un museo soterrado en la Bahía de Cochinos que tendría salientes de hormigón, similares a cañones, adornando la playa Girón.

“¿Y si…?” parecería ser la pregunta que nuclea el extraño mundo implícito que presentan Lubell y Goldin en Atlas Of Never Built Architecture (Phaidon), documentado volumen que acaba de editarse en Estados Unidos, dándole merecida existencia a más de trescientos proyectos de los siglos XX y XXI que, por motivos diversos, fueron abandonados en el tablero. Desde puentes hasta rascacielos, desde cementerios hasta parques de diversiones, desde museos hasta salas de conciertos: con su empecinada labor detectivesca, estos autores trazan un mapa alternativo basado en los sueños no realizados de numerosos profesionales, descritos de manera precisa, ilustrados a través de bocetos, renders y pinturas, entre otras imágenes de archivo.

Un ejemplo, entre muchos: en este mundo paralelo, el modernismo catalán intenta migrar al Lower Manhattan a principios del siglo XX, aprobada la construcción del Hotel Attraction. Es decir, el rascacielos que le encargaron empresarios norteamericanos al genial Antoni Gaudí, y que él imaginó como el más alto del globo.

La despampanante obra oficiaría de hotel, en efecto, pero también contaría con restaurantes, salas de teatro, múltiples galerías, incluso una capilla. Al final, este pariente encumbrado del Parque Güell y la Sagrada Familia -el primer y único proyecto que el genio barcelonés hubiera construido fuera de España- quedó en el simple bosquejo; se desconoce a ciencia cierta por qué motivo.

Algunos culpan a los inversionistas de truncar la iniciativa por estrechez de miras; otros teorizan que quizá, dadas sus simpatías socialistas de otrora, el propio Gaudí dio marcha atrás temiendo que el edificio se volviera una oda al capitalismo en el corazón del distrito financiero.

Ludwig Mies van der Rohe, Lina Bo Bardi, Le Corbusier, César Pelli, Oscar Niemeyer, Norman Foster, Alvar Aalto, Zaha Hadid, Norman Foster, Tadao Ando: algunos de los grandes nombres que pueden encontrarse en las páginas de este libro con cierto espíritu enciclopédico.

Una obra que hace patente que, sin importar cuán ilustres hayan sido los autores de los proyectos, a todos les ha tocado lidiar en algún momento de sus carreras con la frustración de quedarse a medio camino. Tomemos el caso de Frank Lloyd Wright que -por cada descollante Museo Guggenheim de curvas dramáticas, por cada vanguardista Casa de la Cascada integrándose orgánicamente a su entorno- debió estacionar, no sin pesar, unas cuantas iniciativas. Por caso, la idea que pergeñó para la capital de Irak tras recorrer Bagdad por invitación del joven Faisal II, último rey de aquel estado, en los años 50.

Durante su visita, FLW le echó el ojo a una larga y delgada isla en el Tigris, que el monarca le asignó con sumo agrado, respaldando su visión: construir allí un auditorio, un planetario, una universidad, un museo y jardines, dispuestos como anillos; un guiño aggiornado a la “ciudad redonda” que Bagdad supo ser en la Antigüedad.

Este proyecto contemplaba además edificar un monumento en espiral, inspirado en la cúpula de la iglesia barroca Sant’Ivo alla Sapienza, de Roma, aquí ornamentada con motivos arábigos -jinetes a camello-. Wright llamó a su plan Edena, en honor al idílico jardín de la Biblia. Y todo iba viento en popa… hasta que colapsó la dinastía hachemita a causa de un golpe nacionalista y fue asesinado Faisal II en 1958. El propio Wright moriría al año siguiente a los 91.

Vale mencionar que, desde hace más de una década, “lo que podría haber sido” ocupa la mente de Lubell y Goldin, con varios títulos sobre arquitectura publicados en conjunto, además de artículos en solitario para diarios y revistas como el New York Times, Architectural Digest, Wired, Los Angeles Times, The Atlantic. “Estamos un tanto obsesionados”, bromea esta dupla que, previo a Atlas of Never Built Architecture, ya había organizado dos exhibiciones afines: Never Built Los Angeles y Never Built New York, asimismo editadas como libros.

“La historia de Los Ángeles está llena de maravillas edilicias sin construir que habrían remodelado la realidad física y la percepción colectiva de la metrópolis”, decían en ese entonces quienes, en su siguiente publicación, compartirían hallazgos sobre la Gran Manzana: que el Ayuntamiento podría haber sido sustituido por una mole neoegipcia diseñada por el escocés George Ashdown Audsley; que el río Hudson casi fue cubierto parcialmente por un aeropuerto flotante. Ahora andan diciendo que lo más difícil en torno a Atlas of Never Built Architecture fue dejar muchas perlas y perlitas afuera por las obvias limitaciones de espacio. A continuación, algunas de las más disruptivas y peculiares que sí dieron la talla…

“Una intensa llama viva, continuamente transformada y transformable”, expresó en sus días el artista y escultor húngaro Nicolas Schöffer al referirse a uno de sus proyectos más excéntricos y grandilocuentes, Tour Lumière Cybernétique, que la prensa gala definió como “la Torre Eiffel del siglo XXI”. Este edificio futurista -dotado de plataformas que albergarían auditorios, farmacias y restaurantes- se postulaba como un verdadero espectáculo urbano.

Porque lo más llamativo de esta mega estructura de acero residía en ser un conjunto interactivo e inteligente que -con sus espejos, luces y proyectores- reaccionaría en tiempo real al entorno, ofreciendo información de distinto orden -desde el estado del clima hasta datos del mercado de valores-. Aunque iniciados los trabajos preliminares para su inminente concreción, la muerte de Georges Pompidou -que avaló la idea, al igual que su antecesor Charles de Gaulle- detuvo lo que habría resultado una precoz oda a la cibernética en el distrito La Défense. Demasiado onerosa según los parámetros de la administración siguiente, que tampoco vio necesario un edificio capaz de iluminar París en dos kilómetros a la redonda.

En esta misma ciudad, por cierto, uno de sus centros de arte y cultura contemporáneos más afamados podría haber tenido un look muy distinto. Hablamos del Centre Pompidou, cuyo diseño modernista, obra y gracia de los italianos Renzo Piano y Richard Rogers, recibió unos cuantos dardos envenenados por sus tuberías a la vista, tachado de “refinería”, “fábrica”, “monstruosidad con las tripas en exhibición”.

Los detractores seguramente hubiesen reculado de haber conocido otra provocadora idea que estuvo en concurso: la presentada por el arquitecto francés André Bruyère, que se postuló… con un huevo de casi 100 metros de altura. Sostenida por tres patas, su torre ovoide hubiera tenido un cascarón reluciente de hormigón y vidrio; por dentro, el vestíbulo estaría dispuesto en un globo de vidrio, suerte de yema.

“En lugar de ser lineal como las calles rectas y los rascacielos verticales, el tiempo se volverá ovalado, en sintonía con el huevo”, fue la poética justificación de este varón de ideas radicales, que no consiguió impresionar al jurado de notables -Oscar Niemeyer, Philip Johnson y compañía-.

Por un pelín, los canadienses de Toronto no tuvieron una imponente pirámide de cristal a la vera del lago Ontario, con más de 20 pisos que acogerían una batería de tiendas y boutiques. Podría haber sucedido a fines de los años 60, cuando casi avanza este proyecto, fruto de la imaginación desbordante del pensador, matemático, inventor y arquitecto Richard Buckminster Fuller, que asimismo había diseñado en su país de origen una -desestimada- cúpula gigantesca que cubriría el centro de Manhattan.

Tal era la solución del ocurrente diseñador para que los neoyorkinos disfrutaran de una temperatura óptima y controlada los 365 días del año. Sin embargo, estas no fueron ni por asomo sus ideas más delirantes. Y si bien el susodicho visionario concretó muchas de sus creaciones, otras tantas -como ciudades flotantes y edificios transportables por zepelín- lógicamente quedaran en el tintero.

Tampoco prosperó en la década del 80 cierta descabellada iniciativa de un rico empresario gastronómico. Por esas fechas, mientras que el gobierno italiano invertía una millonada en apuntalar la Torre de Pisa, este caballero norteamericano planeaba gastar un dineral en un rascacielos que recordaba el icónico campanario que empezó su lenta e inexorable inclinación a poco de finiquitarse en el siglo XVI.

Su inusual edificio de oficinas en Michigan, Estados Unidos, estaría deliberadamente torcida en un ángulo de 15 grados, lo que le valió apropiado mote: The Leaning Tower of Pizza. Es que el potentado en cuestión, Thomas Monaghan, había amasado su fortuna fundando una concurrida cadena de pizzerías, Domino’s. Así las cosas, el berretín de este emperador de la muzzarella, coleccionista de muebles históricos, terminó por desmoronarse. Apenas sobrevive un modelito a escala, de unos pocos metros de altura.

Por más inesperado que resulte, el progenitor de Mickey Mouse tiene más que merecida su entrada en Atlas Of Never Built Architecture; suyo el visionario proyecto de una ciudad donde residirían cerca de 20 mil personas. En la adelantada cabeza de Disney, Epcot (acrónimo de Experimental Prototype Community of Tomorrow) no era el parque de diversiones que es hoy en día, sino un experimento urbanista donde residencias, comercios, escuelas, plazas y espacios recreativos estarían dispuestos en patrones circulares.

En esta comunidad planificada -libre de automóviles, con recolección automatizada de residuos y carreteras subterráneas-, los ciudadanos se trasladarían a pie o en un monorraíl eléctrico, disfrutando en sus hogares de lo último en tecnología. Walt invitaba a las empresas a testear sus últimas invenciones con los vecinos que, en sus casas, serían los conejillos de Indias de los electrodomésticos del mañana. La utópica creación del pionero de la animación, empero, acabó freezada junto con un Disney ya difunto. Nadie más tuvo el coraje de seguir sus planes, demasiado arriesgados no solo desde un punto de vista financiero.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/el-maravilloso-mundo-que-podria-haber-sido-nid07072024/

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