El kirchnerismo, ante un game over o un nuevo ave fénix
El affaire Alberto Fernández...
El affaire Alberto Fernández en sentido amplio, que incluye la causa de los seguros y la de violencia de género, abre una cuestión central para la política. Tiene que ver con una incógnita recién inaugurada: si efectivamente el caso Fernández-Yañez implicará un game over para el modo kirchnerista de hacer política o si, por el contrario, se convertirá en un mero episodio de una saga cada vez más densa de escándalos. El último capítulo protagonizado por el expresidente y Fabiola Yañez corre los límites de su proceso de implosión: después de cuatro gobiernos, la corrupción es casi un sucedáneo aceptado de las gestiones kirchneristas; pero la denuncia por maltrato físico por parte de un presidente representa una novedad de otra escala.
El riesgo es que sobrevenga otra vez la deglución de lo inconcebible políticamente hasta volverlo normalidad. Un formato de construcción de poder que cuando parece desbarrancarse hacia un nuevo subsuelo de descrédito renace de sus cenizas. Sueños compartidos, Once, Boudou, los bolsos de López, la Rosadita, Nisman, Cristina Kirchner y sus causas, Insaurralde y el yate, el affaire Chocolate y el Olivosgate, un rosario de traspiés gravísimos que no logran llevar al perokirchnerismo a una renovación profunda. Por mucho menos, el peronismo de la década del ochenta hizo autocrítica y renovó su dirigencia. Con el kirchnerismo, esas chances de cambio quedaron alteradas: ni las derrotas electorales históricas lo llevan a la oxigenación de sus dirigentes. La autocrítica no está en su ADN.
Esa duda está vigente y es central para el escenario político, y el de los argentinos. Tiene que ver con una reescritura del viejo dicho de Juan Perón, “los peronistas son como los gatos, cuando parece que se pelean en realidad se están reproduciendo”: cuando parece que la crisis es terminal, en realidad, el perokirchnerismo está reordenando su estructura de poder. Un ave fénix que recupera vida con el oxígeno que le proveen, por lo menos, un tercio de los votantes.
Las estrategias para poner en caja el nuevo escándalo están en marcha. Como retomando una distinción tradicional de la izquierda, que se vio obligada a diferenciar el socialismo real, convertido en dictaduras trágicas, del socialismo ideal, ahora el kirchnerismo apela a una división tajante entre el kirchnerismo práctico, el de Alberto Fernández, y el kirchnerismo utópico, el del pasado fundacional. “No puede pagar el precio la doctrina peronista”, sintetizó Andrés “Cuervo” Larroque. Otro mantra de las últimas horas apunta a la transversalidad partidaria de la violencia de género, aunque la enumeración de los casos protagonizados por dirigentes peronistas y kirchneristas domina el podio. De Alperovich a Espinoza, se acumulan casos y denuncias de abusos y violencia que involucran a ese polo ideológico.
La victimización política de Cristina Kirchner es la última voltereta del proceso de digestión kirchnerista: una equiparación difícil de sostener entre el reino de lo intangible, el juego del poder político y la cruda realidad de una trompada. Es un argumento débil de la expresidenta, secundada en eso por Mayra Mendoza y Wado de Pedro, sobre todo porque la centralidad política de Cristina Fernández dentro de su espacio es innegable.
¿Cómo se construye el poder? ¿Cómo se lo conserva? ¿Cuáles son los incentivos para encontrar formas más virtuosas de construir poder, de ejercerlo y de sostenerlo? Detrás del affaire Fernández-Yañez pesan esas preguntas. Esa interpelación nace en el kirchnerismo, pero también tiende un puente que alcanza a todo el arco político, hasta el macrismo y el radicalismo y, sin ninguna dudas, hasta Milei y sus libertarios. Y eso porque el kirchnerismo, más allá del kirchnerismo mismo, se ha vuelto una matriz productora de poder, es decir, un modo de hacer política. El kirchnerismo es una forma de poder.
En ese punto, ese modus político le da el tono a una Argentina kirchnerizada, que sigue vigente a pesar del tsunami que sacude al kirchnerismo. El político que mejor lo entendió es Javier Milei.
La fábrica de enemigos; la polarización extrema, en el caso actual, astillada en polarizaciones a la carta, según la conveniencia de las guerrillas diarias; la batalla en los medios de comunicación, que hoy son las redes sociales, para consolidar una versión dominante de la realidad; la confrontación diaria con el periodismo; la iracundia para fustigar a los ajenos. Esos son rasgos centrales del poder kirchnerista que recuperaron vitalidad con Javier Milei, aunque en el sentido ideológico opuesto. Un formato de ejercicio del poder que se ejerce por izquierda o por derecha.
El modo kirchnerista de lo político se asienta sobre todo en dos mecanismos: la autopercepción de superioridad moral y la doble vara, necesaria para seguir funcionando en un estado de negación. La dureza con la que se juzga a los adversarios políticos contrasta con la minimización de los pecados políticos propios. Excepto en el caso de Alberto Fernández, convertido en chivo expiatorio por el kirchnerismo. Otro modo de rearmarse.
El problema es que la historia es implacable: el paso del tiempo deja al desnudo las debilidades de las épicas pasadas. Le pasó al chavismo, que 25 años después, con Maduro, despliega al máximo lo que estaba en ciernes en los primeros gestos iliberales de Chávez a poco de asumir la presidencia de Venezuela. Le pasa al kirchnerismo en los múltiples frentes en los que buscó posicionar su hegemonía político-cultural: derechos humanos, derechos de género y los históricos derechos sociales. En cada punto hay un dato estadístico o un escándalo que contradicen esas conquistas. El espejo de la historia es inapelable.
Pero las lecciones que trae la historia no lo son tanto. ¿Qué tiene que pasar para que los votantes condenen a sus dirigentes y el kirchnerismo se recicle? Así como la izquierda latinoamericana está dispuesta a aceptar dictaduras de izquierda por rechazo a Estados Unidos, en la Argentina el kirchnerismo sigue dispuesto a deglutir su crisis profunda por fobia al “neoliberalismo”. Cualquier evidencia empírica, bien sostenida en datos, que exponga la debilidad de sus conquistas sociales, de derechos humanos o feministas queda descartada a partir de ese fantasma. La ideología lo perdona todo. La doble vara institucionaliza ese sesgo. El kirchnerismo, por ejemplo, tiene la “dictadura” a mano para cuestionar a Milei, a Macri o al expresidente de Chile Sebastián Piñera, pero nunca a la Venezuela de Maduro o a Cuba.
Más que en Milei, el gran enemigo del kirchnerismo y del peronismo está en su propio funcionamiento interno. La gran cuestión es si en 2025 el kirchnerismo llegará competitivo con su treinta por ciento o el Fernández-Yañezgate tendrá el poder corrosivo de la foto de Olivos, con efectos claves en la ronda electoral de 2021. Pero en 2023, en plena crisis económica, Sergio Massa le ganó la primera vuelta a Milei con el 36 por ciento de los votos. El Chocolategate y el Yategate no hicieron mella ni en la Lomas de Zamora de Insaurralde, donde Federico Otermín, su heredero político, arrasó la intendencia. ¿Será distinto 2025 y arrastrará el impacto de las fotos de Fabiola?
El peronismo y el kirchnerismo vienen dejando claro una y otra vez que no alcanza la corrupción para obligar a una fuerza política a barajar y dar de nuevo. Ahí se instala otra gran pregunta sin respuesta en el horizonte: ¿cuáles son los incentivos que tiene la política para construir otro tipo de poder? Esa es una pregunta para Milei y también para Macri.
Un vecino de Alberto Fernández pegó un cartel contra el expresidente en el edificio de Puerto Madero
En 2025, la elección de mitad de mandato no tiene un balotaje que descompense el poder sostenido, aunque arrinconado, del kirchnerismo. Pero el tema es todavía más complejo: más allá de ese tercio de votos leales al kirchnerismo, en la política sigue tentando la matriz kirchnerista de hacer política. Por eso el macrismo y el radicalismo están a la baja: la llegada de Milei, y su consolidación, no solo les arrebató banderas, sobre todo en lo macroeconómico. Los sacó de un tablero de juego político en el que se polariza y se aprieta el acelerador o se muere.
Milei optó por jugar el juego del poder efectivo. Por delante, tiene todos los riesgos que acarrea ese juego. Una de esas lecciones que trae la historia dice que nada bueno dura tanto.