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El Flaco Juan María Traverso en su adolescencia, los volantazos de crack en las calles y cómo lo conoció al empresario Alfredo Yabrán

La salud del Flaco Juan María Traverso estaba en jaque desde hacía varios meses. Era una carrera muy difícil de ganar. Recluido en su casa de Ramallo, visitado cada vez con mayor frecuencia por ...

La salud del Flaco Juan María Traverso estaba en jaque desde hacía varios meses. Era una carrera muy difícil de ganar. Recluido en su casa de Ramallo, visitado cada vez con mayor frecuencia por sus afectos, llegó el desenlace indeseado, pero inevitable. Fue el sábado 11 de mayo. Tenía 73 años. E inevitablemente sobrevinieron los recuerdos, las anécdotas. La emoción, como en la despedida que le brindaron familiares, amigos, allegados o simplemente fans de un piloto extraordinario, ganador de 16 títulos, campeón con las dos marcas tradicionales del Turismo Carretera. Pero por sobre todo, un piloto extraordinario. De los que daban espectáculo.

Traverso era el que corría con la Fuego literalmente en llamas. El que se peleaba con los rivales y amenazaba por TV con “cagarlos a trompadas”. El ocurrente innato. El didáctico por naturaleza: cada definición suya era de libro. Como en las charlas sobre conducción que supo dar por TV y no ocultaba su indignación por el uso de celulares mientras se conduce por las calles. O de aquellos que pisan más el acelerador de lo aconsejable. “Si quieren correr, bárbaro. ¡Que vayan al autódromo! Ahí corren solos y evitan poner en riesgo a terceros”, bramaba.

Pero hay una etapa de la juventud, de la adolescencia, con situaciones pintorescas que lo retratan. Por eso, este anecdotario especial recopilado para LA NACION de uno de sus laderos de aquellos tiempos: Bartolo Abella Nazar. El Flaco de las travesuras, el Flaco de la muñeca prodigiosa. El Flaco soñador que no paró hasta concretar su máximo deseo: correr. Así lo recuerda su amigo.

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En Beccar, cuando teníamos 16 años, íbamos a misa todos los domingos a la capilla del Convento Santa Gema, sobre la calle Sarandí a escasos 150 metros de donde vivían los Traverso. Por eso nos costaba comprender por qué iban en auto y no caminando. Era Juan María quien proponía el traslado vehicular, “maquinando” un plan preconcebido previamente.

Belo Dolan celebraba la Santa Misa. Un padre pasionista de esa orden, un hombre de Dios que conocía mucho de nosotros y por eso lo sentíamos tan cercano cuando nos hablaba del Señor. Muy querido por en la comunidad y el ambiente del rugby. Hincha fanático del San Isidro Club, con su vozarrón inconfundible alentó en muchos partidos desde las tribunas y compartió los terceros tiempos.

La familia Traverso ocupaba los primeros bancos. El Flaco, con nosotros –sus amigos–, los últimos. Sigilosamente, nos íbamos escapando de la capilla y abordábamos el Rambler Ambasador. En la esquina quitábamos el tapón del escape dejándolo libre y hacía un ruido de un Turismo de Carretera. De inmediato, comenzábamos a girar frenéticamente a toda velocidad por las calles de la manzana frente a la estación Beccar: Rivadavia, Ayacucho, Suipacha y Uriburu. En una esquina, vivían unas hermanas y la mayor era pretendida por nuestro “piloto estrella”, pero rechazado por su suegro gruñón, a quien le dirigíamos gritos hostiles, blasfemias y gruesos epítetos cada vez que girábamos frente a su casa, haciendo evidente nuestros reclamos frente al rechazo.

La “travesura” concluía justo con la finalización de la misa para volver a ocupar nuestros asientos en la capilla. El Rambler, forzado al máximo en el raid, quedaba recalentado, humeando, para que los Traverso volvieran a casa.

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Otro día, esperando el colectivo 25 en la Avenida del Libertador, llegó el Flaco con el Rambler. Íbamos a clase en el querido “San Isidro Labrador”, famoso y emblemático instituto de educación. Famoso por ser refugio de repetidores crónicos y por donde pasaron personalidades tales como Susana Giménez, Rubén Daray, José y Hernán Beccar Varela, Baby Echecopar –por citar algunos– y donde nuestro padre, Eduardo Abella Caprile, fue Director del departamento de Educación Física durante años.

Subido al Rambler y camino al colegio por la Avenida del Libertador, cruzamos la calle Primera Junta. Un poco pasados de velocidad y con el empedrado húmedo, al llegar al cruce con Brown un colectivo de la línea 130 se interpuso, obligándonos a frenar. Lejos de ello, el auto patinó por la calzada y el impacto era eminente. Juan María sacó patente de crack y en fracción de segundos pegó un volantazo impredecible, hizo medio trompo y detuvo el auto a centímetros del bus, ante la horrorizada mirada de los pasajeros que vieron por la ventana el episodio.

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Algunas noches, el Flaco entregaba maniobras de locos. Como cuando andaba volando con una Estanciera por Avenida del Libertador y doblaba en España (por San Isidro) con una de las ruedas de atrás en el aire. Nosotros nos instalábamos en la esquina más peligrosa, la externa, en vez de la interna, y cuanto más alto levantaba la rueda, más gritábamos. En el fondo, no sentíamos peligro porque sabíamos que el Flaco nunca iba a volcar.

Estas risueñas anécdotas, ocurridas cuando sólo teníamos 17-18 años, demuestran que Traverso nació crack, fue un distinto, un elegido en el arte de manejar cualquier tipo de vehículo en todas las épocas. Con el grupo de amigos, “los fierreros” nos juntábamos en la esquina de Uriburu y Suipacha, con mi hermano Cristián, con los Aldo, Marinucci y Cristófalo –dueño del almacén “El progreso” de la zona–, Alejandro La­cour, Fernando Poggi, Peter Bertana y Juan María Traverso. En este grupo, la principal preocupación estaba centrada sobre los pre­carios y antiguos medios de movilidad que disponíamos para usar los fines de semana. Alejandro Lacour apareció con un Ford T año 1927 desvencijado color negro que tenía ruedas con rayos de madera. Era llamado “Ford a bigote”. Tenía en los laterales del volante dos palancas: con una aceleraba y con la otra adelantaba o atrasaba el avance del distribuidor. Había que estar atento al darle el “manijazo” de arranque, ya que si estaban descalibradas, generaba una contra explosión que le descolocaba el hombro a quien se animara.

Durante la semana trabajamos entre to­dos para dejarlo en condiciones para usarlo los fines de semana. Peter Bertana y Juan María Traverso –con más recursos– armaron un auto más moderno, una Ford A cupé modelo 1935, al que le reemplazaron el motor por un Ford V8, modelo 59 AB de más de 100 caballos de potencia. El motor quedó insta­lado, pero el escaso presupuesto no alcanzó ni para los frenos ni para el circuito de lu­ces. La cupé volaba, frenaba poco y de noche, a pesar de ser de color rojo, sólo se la distinguía por las llamaradas que salían de los escapes. Era imposible verla.

Cuando corrió con fuego en la Fuego

Una noche, luego de horas de trabajo en la puesta a punto del motor, el Flaco me invitó a probarla en un viaje por Libertador hacia Tigre. Regresábamos muy rápido por la avenida, excitadísimos y gritando de alegría por lo bien que andaba el auto. De los escapes cortos al lado del motor y en cada rebaje salían unas llamaradas azules y rojas mez­cladas con humo blanco. Pero al llegar al cruce con la calle Uruguay, el chofer de un colectivo de la línea 710 asomó la trompa y, a pesar de escuchar el ruido, calculó mal la distancia y comenzó a cruzar la avenida delante nuestro, cortándonos el paso. ¡Falta­ban menos de 30 metros para el impacto! Frenar imposible, esquivarlo menos. Me persigné, crucé mis brazos delante de mi frente y apreté los dientes preparán­dome para el choque.

El Flaco no dudó y cuando llegó al punto del impacto –impredecible como siempre–, observó un resquicio entre el bus y la bocacalle, hizo un rebaje, pegó un volantazo y dobló hacia el bajo por la calle Uruguay. Esa arriesgada, inesperada pero exacta maniobra que sólo un piloto de excepción, con 18 años de edad, pudo inventar y ejecutar nos salvó la vida. Fue tal la inercia de la virada que se abrió la puerta de la cupé de mi lado y no salí despedido debi­do a que los ingenieros de Ford hicieron la puerta pequeña y en la prolongación de la carrocería había un saliente donde quedé enganchado. Cuando llegamos a casa, el Fla­co se bajó del auto, encendió un cigarrillo, hizo un gesto con la cara y con su habitual tono de voz tranquilo me dijo: “¡Qué cagazo!”. No pude contestar.

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Una tarde Juan María con su padre –una de las personas con la mayor bondad que con­ocí– me invitó y fuimos a un taller Daporta en San Fernando. Al llegar, el Flaco, entusi­asmado, me mostró un montón de fierros desarmados y, orgulloso, confesó: “Este es un Torino liebre una y media de Marito García, también vecino de Ramallo, y lo vamos a comprar para empezar a correr”. Era el auto que corrieron Vianini, Pairetti y García Veiga. Marito pasaba al equipo General Motors y le cedía la plaza. Le pregunté de dónde iba a sacar el dinero para semejante aventura y me respondió que harían unas kermeses y peñas en Ramallo para juntar dinero, y que sumados al aporte de su abuela y su papá, intentarían el desafío. Pensé que había enloquecido. Juan María no sólo había conseguido el auto, sino que logró torcer el brazo de su padre, empeñado en que desistiera de su intención de correr.

Esa tarde tuve sensaciones encontradas. Por un lado, el Flaco cumplía su sueño de subirse a un auto de carrera. Pero nos quedábamos con la nostalgia de perder al amigo de travesuras del barrio para ofrendarlo al automovilismo argentino y entregarle un piloto de excepción que brilló sin cesar durante 35 años para deleite de los argentinos.

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Dos perlas más del anecdotario. Una, de su luna de miel de dos días. ¡Sí, dos días! Estábamos haciendo dedo en Bariloche, por la zona del Llao Llao, y teníamos que ir para el Cerro Catedral, cuando de pronto vemos pasar un Torino con el cartel de “Ramallo” en el parabrisas. No nos vio y siguió de largo. A la tarde nos encontramos: era Traverso. Se había casado y se vino para allá dos días con su mujer (Susana) para disfrutar de la luna de miel. Se volvió enseguida: tenía que ir a la clasificación del TC en Olavarría para correr el domingo. Así de pasional por los fierros era el tipo.

La otra fue de cómo conoció al empresario Alfredo Yabrán. Traverso entra en la proveduría de Cariló e instantes después ingresa un señor, al que nadie conocía. Era Yabrán. Y le dice al Flaco: “Ah, esa camioneta (una Toyota) que tenés es muy buena, es igual que la mía”. Juan María se asoma a la puerta, la mira, y le responde: “Son parecidas, sí, pero la mía es mucho mejor que la tuya”. El empresario insistió: “No, no, no, no lo creo. Son iguales”. Entonces, Traverso le propone: “Vas a ver que no. Te doy las llaves de mi camioneta, yo vivo en tal lado. Vas a los médanos, la probás, y a la tarde me la llevás de vuelta. Vas a ver que es diferente”. Claro, la del Flaco tenía un motor mucho más potente. Y así fue: le dejó la llave, a la tarde le devolvió la camioneta y ahí se hicieron amigos. Después, Yabrán fue sponsor de Traverso con Oca y además fueron consuegros, ya que su hija Paula se casó con el hijo de Yabrán.

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Tiempo después de aquella adolescencia, y dedicados junto a Federico Vieytes y a Javito Lantaron a correr en lancha, en cada encuentro con el Flaco lo invitábamos a correr con nosotros en nuestra lancha Poseidón 28. Que Juan María Traverso fue de Ramallo o de Beccar queda para la charla de café en el imaginario popular. Cuando alguien traspasa la categoría de un ídolo y es tan grande la dimensión de sus logros, pierde la pertenencia del lugar y pasa a ser de todos los que maravilló sentado en la butaca de un auto de carreras.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/deportes/automovilismo/el-flaco-juan-maria-traverso-en-su-adolescencia-los-volantazos-de-crack-en-las-calles-y-como-lo-nid15052024/

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