El abrupto giro a la derecha de Nueva Zelanda tras tener uno de los gobiernos más progresistas del mundo
WELLINGTON.- Un año antes de que la bronca de los votantes norteamericanos por el aumento del costo de vida ayudara a Donald Trump a volver a la presidencia, un sentimiento similar llevó al poder...
WELLINGTON.- Un año antes de que la bronca de los votantes norteamericanos por el aumento del costo de vida ayudara a Donald Trump a volver a la presidencia, un sentimiento similar llevó al poder de Nueva Zelanda a unos de los gobiernos más conservadores en muchas décadas.
Hoy, Nueva Zelanda se parece muy poco al país que hasta hace un año gobernaba Jacinda Ardern, cuya marca de política empática y progresista la convirtió en un símbolo global del liberalismo anti-Trump.
El nuevo gobierno neozelandés —una coalición de los dos principales partidos de centroderecha y dos pequeños partidos populistas— revirtió muchas de las políticas impulsadas por Ardern: revocó una revolucionaria prohibición de fumar para las próximas generaciones, dio de baja regulaciones tendientes a frenar el cambio climático, y puso a un exlobista de la industria de armas a cargo de reformar la estricta legislación que regula su tenencia en el país.
Y en un país elogiado por haber elevado el estatus de su pueblo originario, la etnia maorí, el nuevo gobierno ha desafiado sus derechos y la presencia de su cultura y su lengua en la vida pública, abriendo una grieta en la sociedad neozelandesa y desencadenando una oleada de protestas: este martes convergieron en el Parlamento decenas de miles de manifestantes, incluidos algunos que vestían atuendos tradicionales maoríes y realizaban la danza tradicional conocida como haka.
“Simplemente estamos defendiendo nuestra existencia”, declaró Debbie Ngarewa-Packer, copresidenta del Te Pāti, el partido maorí, antes de que la caravana de manifestantes llegara a Wellington, la capital.
En cierto modo, este giro hacia la derecha es reflejo del complicado legado de Ardern. Sus políticas contra el coronavirus fueron inicialmente elogiadas, pero terminaron siendo divisivas, y la pandemia también dejó al país con un costo de vida que a la gente se le hace insolventable. En enero de 2023, cuando Ardern renunció como primera ministra antes de que concluir su segundo mandato, la inflación rondaba el 7% interanual.
Unos meses después, los votantes dieron su veredicto sobre el mandato de Ardern: aunque había sabido timonear a Nueva Zelanda a través de múltiples crisis, no había logrado cumplir con el cambio transformador que había prometido.
“Ya parece algo remoto, como si hubiera pasado mucho tiempo”, dice Richard Shaw, profesor de ciencias políticas de la Universidad Massey. “Hoy nos sentimos como un país radicalmente diferente”.
Liderado por Christopher Luxon, del Partido Nacional, el nuevo gobierno conservador logró llevar la inflación al 2,2% reduciendo el gasto público, señala Dennis Wesselbaum, profesor adjunto de economía en la Universidad de Otago, aunque agrega que como consecuencia la economía también se desaceleró.
Queda por ver si el gobierno puede reimpulsar el crecimiento económico, pero en todo caso tiene un plan mucho más claro para lograrlo que el gobierno de Ardern, apunta Wesselbaum, y destaca las nuevas medidas destinadas a generar oportunidades para las inversiones extranjeras, reducir los impuestos y achicar el aparato estatal.
El gobierno también impulsa un proyecto de ley que permitiría que algunos proyectos de infraestructura —en minería, construcción de rutas y desarrollos inmobiliarios— eludan las evaluaciones de impacto ambiental que se les exige.
Además, ha prometido derogar algunas medidas de la era Ardern —como un plan para gravar las emisiones de metano de los animales de granja y la prohibición de la exploración off-shore de gas y petróleo— con el argumento de que perjudican las ganancias de las empresas. Y ha ampliado las operaciones mineras, que según el gobierno podrían convertirse en “una opción atractiva para los inversores y una fuente de prosperidad económica para el país.”
La respuesta de los grupos ambientalistas no se hizo esperar y algunos acusan al gobierno de estar librando “una guerra contra la naturaleza”, priorizando las ganancias económicas por encima de la protección del medio ambiente.
Durante los ocho años que el Partido Laborista de Ardern estuvo en el poder, algunos neozelandeses se desilusionaron con las medidas del gobierno para resolver las desventajas que enfrentan los maoríes, que representan alrededor del 20% de los 5,3 millones de habitantes del país.
Para esos votantes, la creación de un organismo de salud especializado en la atención a maoríes y otras “acciones afirmativas” en favor de los pueblos originarios eran “privilegios injustos”, señala Lara Greaves, profesora adjunta de ciencias políticas de la Universidad Victoria de Wellington.
Dos partidos más pequeños, ACT y Nueva Zelanda Primero, basaron su campaña electoral en esos temas, defendiendo la “igualdad de derechos” para todos y prometiendo derogar las políticas “basadas en la raza”.
“La aplicación forzada de un tono ideológico y cultural que solamente es funcional a la élite izquierdista del país está erosionando y socavando nuestra democracia”, disparó Winston Peters, líder de Nueva Zelanda Primero, durante el mandato de Ardern.
Son opiniones que comparte solo una pequeña porción de los neozelandeses: en las elecciones, ACT obtuvo el 8,6% de los votos y Nueva Zelanda Primero obtuvo el 6%. Pero en Nueva Zelanda rige el llamado sistema de votación proporcional, y la conformación del gobierno suele ser resultado de una coalición de partidos.
En consecuencia, los “nacionales” de Luxon, que obtuvieron alrededor del 38%, necesitaban a esos otros dos partidos más pequeños para llegar a la cantidad de votos necesarios para formar gobierno, y esa alianza los ha arrastrado todavía más a la derecha.
Las consecuencias prácticas han sido el cierre del organismo de salud maorí, el cuestionamiento a su representación protegida en los gobiernos locales, y disuadir a organismos de gobierno de utilizar el idioma maorí. “Es como nuestra versión autóctona de la batalla cultural”, dice Greaves, que es maorí. Luxon ha tratado de distanciarse de algunas de las políticas de sus aliados, por más que haya ayudado a aplicarlas.
Este mes, el gobierno presentó un polémico proyecto de ley que busca reinterpretar el Tratado de Waitangi, firmado en 1840 por los jefes maoríes y la Corona británica y que suele ser considerado como la carta fundacional de Nueva Zelanda.
A lo largo de las décadas, los tribunales han interpretado que el tratado conceptualiza que Nueva Zelanda es una asociación entre los maoríes y el gobierno del país, una interpretación en la que se sustentan muchos de los derechos exclusivos que hoy tienen los maoríes. El nuevo proyecto de ley cambiaría radicalmente la idea de esta asociación, reemplazándola por “igualdad de derechos para todos”.
La propuesta cuenta con el apoyo de ACT, pero no de sus socios de coalición ni de ningún otro partido. Pero como parte de su acuerdo de gobierno, el Partido Nacional y Nueva Zelanda Primero permitieron la llegada del proyecto de ley al Parlamento, aunque avisaron que en última instancia votarían en contra de su aprobación.
La semana pasada, el proyecto avanzó con una primera lectura en el recinto. Luxon lo ha calificado como “divisivo” y ha reiterado que su partido lo rechazará, pero de todos modos la caravana de manifestantes marchó a lo largo del país durante más de una semana para llegar a Wellington este martes.
Los académicos, los dirigentes maoríes y los activistas argumentan que la interpretación del tratado que se hace en el proyecto de ley va a contramarcha de décadas de avances con amplio consenso, y advierten que el enfoque del gobierno ya está avivando las tensiones raciales, y sin ninguna necesidad.
“No recuerdo otro momento de mi vida adulta donde haya visto tanta ira, hostilidad y desborde emocional generados por decisiones del gobierno central”, señaló Shaw. “Es un gobierno divisivo y lo será cada vez más”.
Yan Zhuang
(Traducción de Jaime Arrambide)