De la paleta cálida de Itatí a las tonalidades frías de Nueva York: la vida y obra de Raúl Conti
El Museo Nacional de Bellas Artes dedica una exposición a la obra de ...
El Museo Nacional de Bellas Artes dedica una exposición a la obra de Raúl Conti, un artista que a los 94 años lleva recorrido un largo camino en el arte y en la vida. De Itatí, Corrientes, a Manhattan, Estados Unidos, los dos paisajes que más ha pintado, hay un universo de diferencias que su paleta registró con sutileza y talento, sensibilidad y devoción. Un merecido homenaje. “No sé si merecido, pero la verdad es que para mí es como una especie de moñito”, dice una mañana de tórrido verano en su casa de Saavedra.
Todo es obra: las plantas crecen enredadas en sus esculturas en el patio y en los cuartos se acumulan sus pinturas y caballetes. Subiendo las escaleras a la terraza se abre un cuarto rodeado de alegrías del hogar donde él pasa las horas del día. Sube a las seis de la mañana y se sienta al lado de la ventana que tiene a su izquierda para que la mano derecha no haga sombra a su paso sobre la tela, como en todos los talleres que habitó en distintas latitudes del globo. Solo baja cuando le avisan que es hora de desayunar o almorzar, con un timbre que suena a las 8 y a las 11.30.
En su libro monográfico, editado en 2014, repasa su vida y su obra. Hay cientos de páginas con pinturas y esculturas, monumentos que habitan ciudades que distan miles de kilómetros entre sí, sueños como las agrociudades ecológicas, poemas y escritos suyos y de Edith, su compañera de toda la vida, su diseño de las Madres de Plaza de Mayo esquematizadas como un pañuelo... La exposición, que cierra el 30 de marzo, con curaduría de Florencia Galesio y Pablo de Monte, se centra en los dos grandes períodos, que coinciden con sus lugares de residencia.
En las décadas del 50 y el 60, Conti vivió en Itatí, Corrientes. Así lo recuerda en un escrito: “Como detenido en el tiempo, Itatí es un caserío rodeado de montes y lagunas, recostado en las arenas del alto Paraná. El aire caluroso del Norte trae fragancias de flores silvestres. Silenciosos pescadores en sus canoas revisan sus anzuelos. Sobre las piedras de la costa las mujeres lavan ropa en el río. El río es una inmensa manta de agua reflejando en la otra orilla los verdores de la selva paraguaya. En el medio, una isla rumorosa de pájaros, las olas saltan entre las piedras, brilla el sol y se divide la corriente.
Sol en las tejas de los techos, sol en la arena de las calles, sol, sol y sol en la piel de sus habitantes. En un ambiente de gente sencilla donde la comunicación exterior venía por carta, telegrama o radio (que recién se difundía), los vecinos se reunían por la tarde a conversar (había luz eléctrica desde las 18 a las 24).
Los temas de las conversaciones rondaban acerca de acontecimientos locales (noticias y chismes) y de misteriosos casos de personas, yuyos y animales con mágicos poderes: un pequeño hombrecito que con el calor de la siesta sale de los maizales a robar niños, una víbora venenosa con cabeza de perro, la gran serpiente de los esteros que desde muy lejos se la escucha bufar como toro. Que en la noche los pescadores ven pasar bajo sus canoas unas siluetas luminosas que saltan entre las olas a la luz de la luna. Que en la copa de los grandes árboles habita un ave extraña con cara de mujer. Que en las noches sin luna hay unos pájaros que hablan y ríen ocultos entre los árboles. Cuando va oscureciendo se despiden los vecinos y los niños se apretujan agarrados a las polleras... las calles están oscuras y hay coooosas en las sombras”.
Son obras de paleta cálida, de un realismo mágico que pervive en esos parajes. El segundo núcleo vira al azul, para describir sus impresiones de Nueva York, donde se estableció a fines de los años 70 y en la que residió durante cuatro décadas. “Su carácter cosmopolita, su imponente arquitectura, su dinámica citadina, su población multicultural, su escala monumental, el poder, el dinero, la violencia urbana operaron en Conti prácticamente como un opuesto perfecto de sus vivencias de Itatí –describe Andrés Duprat, director del museo–. En este entorno densamente poblado, el artista registra otras leyendas y mitologías, asociadas a diferentes problemáticas, cuyas víctimas son los sin techo y las personas con adicciones que habitan la gran metrópolis.
Las obras de ese período describen, con una paleta en la que predominan las tonalidades frías, la arquitectura: los típicos edificios con las escaleras de incendios, los carteles publicitarios y las señales de tránsito de la ciudad, atravesados en algunos casos por el motivo de las manos de cuatro dedos, perteneciente a obras anteriores, vinculadas a las producciones de las antiguas culturas americanas”.
Antes, mucho antes, fue vecino del maestro Alfredo Lázzari, y pintó con él en las barrancas del Paraná. Se formó en la escuela experimental de Olga Cossettini, frecuentada por Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral y otras celebridades. Departió en la peluquería de Juan Grela con los pintores rosarinos Berni, Supisiche, Gambartes, Uriarte y Herrera Miranda. Fue por tierra y agua hasta México para nutrirse del arte indígena.
Conoció a Alfaro Siqueiros, expuso junto a Clemente Orozco y Diego Rivera. Viajó por Europa. Vio muchísimo arte, de todos los tiempos y lugares. Alquiló un galpón en Nueva York para trabajar en esculturas grandes (donde estaba estacionado el Batimóvil de las películas) y alojó un operativo policial para desbaratar una mafia. También de película, pero real. Ahí mismo pasaba a talla en madera las esculturales Meninas del artista Manolo Valdés. Agradecido siempre, recuerda incluso al perrito blanco del sacristán que fue una vez el único asistente a una inauguración de una muestra suya en una provincia. Después vinieron muchas más, muy exitosas.
–Fue un largo camino hasta el Bellas Artes. ¿Dónde nació?
–Yo nací en la Colonia 10 de Julio, provincia de Córdoba, ya casi en el límite con Santiago del Estero y Santa Fe, en ese rinconcito donde hay una laguna grande que se llama Mar Chiquita, bien salada. Ahora cambió, está más dulce. Cuando era salada no había ni un bichito, nada, ni un pez. Ahora se ha sembrado pejerrey. Cambió totalmente. En Córdoba viví muy poco. Enseguida nos fuimos a Santa Fe.
–¿En Rosario se formó como artista?
–En Rosario, sí. Yo ya venía hacía tiempo dibujando desde niño. Mi madre recibía una revista, Para Ti. Antes traía tapas con retratos hechos en pasteles por Raúl Manteola, y yo los copiaba. En el centro traía una reproducción que podía ser de Castagnino o de Renoir. Así que yo toda la semana iba a comprarle las revistas Para Ti a mi madre, que para mí eran como un regalo. En Rosario vivíamos cerca de Juan Grela. Era pintor, pero se mantenía siendo peluquero. Mi madre me mandaba a cortarme el pelo y ahí, detrás del sillón, había una puerta medio abierta, donde se veía siempre un cuadro. Yo miraba hacia allá. “¡Mirá para adelante! Después te muestro”, me decía Grela. Y después me mostraba. “Todo esto en escorzo”, me decía. Para mí era una palabra extraña. Entonces le pregunté, “¿usted me enseñaría a pintar?”.
–¿Le enseñó?
–Se rio, y me dijo que no era maestro. Me dio el nombre de dos maestros. Uno de ellos no daba más clases y el otro me pareció un loco. Volví con Grela y le conté. “Te gusta tanto la pintura que yo te voy a enseñar lo poco que te puedo enseñar”, me dijo. Y me empezó a enseñar. Lo principal que me dijo fue “tenés que aprender a ver. No tenés que mirar y decir, ya está”. Con él aprendí a mirar. Después, ya cuando empezó a enseñar, fue toda una revelación. Veinte años más tarde hice con él un programa intensivo. Él daba clases los martes, los jueves y los sábados, a la mañana y a la tarde. Yo agarraba todas las clases. En ocho meses fue una fuente increíble. El conocimiento que tenía él... Porque se formaba junto con Gambartes, con Berni. Trabajaban y estudiaban juntos. Era muy metódico. ¿Sabés que después de 80 años más o menos, una vez recordando, me di cuenta de que Grela jamás me había hablado de plata ni yo le había preguntado cuánto costaban sus clases? ¡Nunca me habló de dinero! Nunca me cobró. Después. cuando yo fui ya más grande, él ya tenía un taller bien nombrado y cobraba bien. Pero a mí nunca me cobró. Entonces un par de veces tuve alumnos y nunca les cobré. Si no me habían cobrado a mí, ¿cómo les voy a cobrar? Grela me dio toda la base, o un orden. Me decía que cuando fuera en el tranvía y viera una columna azul, pensara: ¿es azul verde? ¿o azul violeta? Ir educando el color. “Cuando vayas a comprar pintura, no digas, deme un rojo, deme el azul. Fijate, porque tenés rojo carmín, rojo bermellón, naranja”. Trabajamos con el círculo cromático, muy metódicamente. Después de hacer ese curso intensivo, cuando ya era grande, estaba en Itatí y él me seguía dando clases por correo. Yo le mandaba la lección, él me la corregía y me la mandaba. Y me ponía, “este azul no está bien definido”, cosas así. En la peluquería de él lo conocí a Gambartes, a Uriarte, a Berni. Se iban a cortar el pelo ellos también y a hablar de arte. Yo en ese momento tenía trece años.
–¿Cómo llega a Itatí?
–Se habían separado mis padres en Rosario. Mis hermanas y mi hermano se fueron a Mendoza con mi madre, y yo les dije: si están juntos, con los dos; y si no, con ninguno de los dos. Era un mocoso. Me vine acá a Buenos Aires, solo, a los dieciséis años. Fui a la casa de Anselmo Piccoli, que era el marido de la que había sido maestra mía en Rosario, Lidia Langbart. Le caí con la valija en Burzaco, donde vivían ellos. En ese tiempo Piccoli pintaba, pero trabajaba de albañil con otros dos muchachos más y venía con todos los pantalones sucios. Tenían que arreglarse. Conseguí trabajo en una fábrica como pulidor de tacos de madera de mujer. Era como hacer una escultura. La madera empezó rápido conmigo. Una chica se cortó la mano con un balancín y me ofrecieron su puesto. Había que andar con cuidado. Yo vivía pintando. Cuando volvía de la fábrica, pintaba pantallas de veladores. Cuando había ahorrado un poco, presenté mi renuncia. Mi sueño era conocer el Norte, la selva de Misiones. Y me fui para allá. En ese tiempo, de Chaco a Corrientes no había puente, sino que se cruzaba en balsa. En el camino, un viajero me recomendó que antes pasara por Itatí, a visitar el santuario de la Virgen de Itatí. Saqué pasaje a Itatí y ahí me quedé veinte años.
–¿Cómo la conoció a Edith?
–Como la conocí fue simple. Me había hecho un caballete de viajero. Esa zona era una belleza. Lleno de lagunas. En ese tiempo se tapaba el cielo de los pájaros. Además, lo tenía a Van Gogh pintando ahí, porque la vista eran los arrozales, con la gente que trabajaba segando y armando la gavilla, no había tractores. Todo tiro era con bueyes. Y entonces salí del pueblo y me puse frente a un arrozal que estaban cosechando, con el caballete. Paró un jeep y se bajó un tipo con casco, cazadora y botas, saltó la zanja y se puso detrás de mí. “Estos son bocetos, después los pienso llevar a grande”, le dije. Me contestó que, cuando los terminara, fuera al pueblo, preguntara por él y se los mostrara. Don Aguirre era el gerente de un molino arrocero. Cuando vio mis trabajos me pidió que le llevara todo lo que tuviera para ver. Me propuso darme una pieza en el pueblo que ellos tenían para cuando venían los gerentes principales de Buenos Aires, y un sueldo como de peón de la arrocera. Tenían 70 peones trabajadores en el molino. Me pagaban para que me quedara a pintar. El sueño de todos. Venía la fiesta de julio, la fiesta de la Virgen, y en ese tiempo venían los promeseros en carreta, caminando o arrodillados hasta el santuario. Entonces me quedé para ver la fiesta. Y después yo iba a la oficina, donde había una chica que cada tanto me preguntaba la hora. Edith, mi esposa. Itateña, de madre paraguaya. Bien guaraní, bien morena. Ahí empecé a pintar un poco más en serio, más afirmado. Cuando yo dibujaba copiando a la Para Ti pensaba que si yo pudiera vivir como pintor, sería el hombre más feliz. Y fui feliz. Fui feliz. Este Aguirre siguió todos esos años siendo un mecenas. Él se venía a Buenos Aires y me traía acuarelas.
–Mudarse de Itatí a Nueva York habrá sido como viajar a otro planeta.
–Otra galaxia. Yo ya estaba exponiendo en Buenos Aires, empezaba a trabajar mucho, vendía muy bien. Hicimos un viaje con Edith a Europa y recorrimos los principales museos. De vuelta pasamos por Washington y Nueva York, y me di cuenta que Europa era la gloria del pasado, pero el hoy estaba ahí, en el Soho de Manhattan. Le dije a Edith: “Tenemos que venir a hacer una experiencia de dos años”. Y fueron casi 45.
–¿Qué pasó con su obra en este cambio de paisaje?
–Una evolución de la que no te das cuenta. Una cosa va llevando a la otra. Un acontecimiento te empuja. Pero hay unas diferencias cuando uno ve las dos series. Cuando llegamos allá el impacto fue tremendo. Primero estuvimos dos años en New Jersey. La gente de ahí, en su mayoría holandesa, era muy pueblerina. Como si estuviera en un pueblito de Catamarca, nada más que se hablaba inglés.
–Y no tenían pomberos.
–Ni Yasy Yateré. Justamente mi suegra tenía una casa que daba al río, en Itatí. Y tenían una vaca, que siempre ordeñaban. Hubo un tiempo en que la vaca aparecía sin leche a la mañana. Entonces un vecino le dijo: “Hay un pombero que viene a la noche a ordeñar la vaca”. Mi suegra se quedó a la madrugada, y apareció un hombre tapado con una especie de sábana y se puso a ordeñar la vaca. ¡Era el vecino! Así que New Jersey fue como una adaptación, porque allá empezamos de a poquito. Teníamos cinco hijos, y vinieron con nosotros los dos menores. Ninguno sabía el idioma. Ellos venían con la cabeza así del highschool, pero aprendieron enseguida. Eran nuestros traductores. Nos agarró el primer año en invierno con 12 grados bajo cero. Veníamos de los 40 grados que llegaba a tener Itatí. Nos sangraba la nariz. Nos crecieron a todos los pies un punto.
–¿Aprendió inglés?
–Apenas. Para arreglarme. Los chicos hablan perfecto. Había ido a una galería en pleno invierno con dos cuadros. Con señas y el almanaque entendí que el galerista me decía que los dejara y volviera a la semana. Era un holandés que sabía mucho de pintura. Empezaba a trabajar. Un día fui a la Ruta 17, porque allí estaban los negocios de pintura, y no me podía entender con el empleado para comprar. En eso aparece un hombre bajito, de bigote grande, y me dice en español, ¿lo puedo ayudar en algo? Siempre tuve suerte, así como con Grela. Esa canción que dice gracias a la vida... Resultó ser el director de la Galería de Arte del Consulado de Venezuela. Él era francés-venezolano y me conectó con otros venezolanos, entre ellos, con una artista que se llamaba Elba Damast, muy conocida allá. Y ella nos fue vinculando. Así llegué a la Galería Cayman del Soho, que era la galería de los hispanos, la hacía funcionar una puertorriqueña, que derivó en lo que fue después Mocha y el Museo del Barrio. Hice muchas exposiciones.
–¿Dónde vivían?
–Hell’s Kitchen. Entonces no era recomendable, pero era el más barato. Una renta nos costaba en ese tiempo 150 dólares. Estaba a cinco cuadras del Empire State, pero ahí estaba toda la mafia. Nuestra vecina, por ejemplo, de apellido Amore: el padre había muerto a los tiros, otro familiar estaba en la cárcel. Y había un par de familias más. Pero como éramos italianos, estábamos bien. En 40 años jamás tuvimos ningún problema. A la gente del barrio no la molestaban. Cuando Edith iba a hacer las compras en la Avenida Novena, que estaba a una cuadra, tenía que pasar saltando a los drogados o los borrachos.
–Y todo ese paisaje medio cruel empezó a entrar en su pintura, ¿no?
–Se fue el pombero y entraron los linyeras. Sí, porque en toda esa zona, lo primero que me impactó fue la gente caminando, caminando. Gente a montones. En Itatí, todavía al día de hoy, el que trabaja en la santería es el mismo que hace 50 años. Es lo opuesto a las multitudes como ríos. Todo eso fue entrando, junto con los carteles de no parking, no standing, no anytime, one way. Me di cuenta que todo eso, que parece una especie de orden, es la libertad. Vos sabés que si el semáforo está en rojo tenés que parar y después seguir, porque tiene paso el otro. O sea, la libertad tuya y la mía. Uno aprende ahí. Aprende también que, si nos vamos a encontrar a las nueve, a las nueve nos encontramos. No como en Itatí, que es todo “ahora nomás”.
–¿Cómo era su taller en Manhattan?
–¡Entraban los personajes! Era una ventana grande a la calle, y yo tenía el caballete pegado porque no entraba la luz. Estaba en la calle 35, entre Novena y Décima, bien sobre el río, casi cayéndonos de la isla. Era una zona muy fea. Una vez Richard, el novio de mi hija, estaba esperando el colectivo y le preguntan la hora. Acto seguido, le dicen que le den el reloj y la plata. Le sacan todo. Y vuelve uno de los ladrones: “¿Te quedó para el colectivo?”. No, les dice. “Bueno, tomá”. Ladrones eran los de antes.
–¿En 40 años cambió mucho la situación?
–En estos últimos años está siendo uno de los barrios más caros. En la esquina de nuestra casa, donde había un baldío y una gomería, hay hoy un edificio de cien pisos. Ahora se llama Hudson Yards.
–¿Hay obras suyas en la Gran Manzana?
–Esta obra en madera es el modelo de una escultura fundida en aluminio, que está allá en Nueva York. Al frente de nuestra casa vivía un jefe indio, que era platero. Un día amaneció muerto, y cerraron las calles y todo, vino The New York Times. Para nosotros era el que nos cuidaba. Se sentaba en una silla chica de paja, con una cacatúa, una iguana y una víbora, y vigilaba. Todo el barrio lo quería. Su nombre cristiano era Bob Kennedy. Entonces, yo les conté a los periodistas su historia y les dije que habría que hacerle un homenaje. Salió eso en el diario y me pidieron que presentara un proyecto. Y está la obra ahí ahora, frente a la casa nuestra, en el lugar que ahora se llama Bob Park. Hice un mural atrás con las manos que hice poner a los vecinos, chicos, grandes. Lo tallé en hierro y está detrás, tiene seis metros.
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–¿Y a Buenos Aires volvía seguido?
–A Buenos Aires veníamos cada dos o tres años, un par de meses. Siempre quedó mi hijo Carlos. Edith me había dicho en su momento que si vendíamos la casa no íbamos a volver más a la Argentina. Falleció ella hace 10 años, además uno se viene viejo, y me volví. Cuando nos casamos ella tenía dieciséis y medio, y yo tenía diecisiete y medio. A veces me pregunto dónde estaba cuando pasaban los años. Es como aquel poema que dice: ¡Ay, tiempo, qué equivocado estoy! Eres tú el que se queda y yo que me voy. La vida se ha ido mezclando. Porque al mismo tiempo nacían los hijos, cuatro indios y una princesita que apareció a último momento, Miriam. Son muchos años de andar, siempre con ganas. Nunca me pesaron los años. Hasta ahora, que cumplí 94 en diciembre, sigo trabajando.
–Para preparar esta muestra, ¿cómo fue volver a revisar toda la obra?
–Debo tener más o menos mil obras acá. Hubo que ponerse a elegir. He vendido, vendía mucho. La gente compraba. Teníamos una galería en San Isidro. Llevábamos el sábado, y el lunes la secretaria nos llamaba para que llevásemos más, porque se vendían en el fin de semana. Así reformé toda esta casa.
–Va cambiando la obra, pero siempre tiene algo muy particular. ¿Cómo define su estilo?
–Hay una raíz indígena siempre. Incluso en Nueva York. Sí, porque Grela y todo el grupo en ese tiempo estaban muy entusiasmados con el arte indoamericano junto con Torres García. Siempre fueron la pintura y la escultura juntas. Dibujaba de chico, y recuerdo que cuando salía a cazar pajaritos con mi hermano, tenía mi horqueta de madera tallada con la cabeza de un pajarito. Ahí empezó la talla, la idea.
–¿Volvió alguna vez a Itatí?
–Volví para los 400 años del pueblo. Me dieron un reconocimiento. En la plaza está mi monumento a la madre. En ese tiempo en Itatí, yo trabajaba en imaginería, hacía santos de yeso y los vendía en la santería de la Basílica. Tenía unas chicas que me ayudaban, y tomé a una de modelo. Le puse un muñeco en brazos, y la hice toda de barro. Después la vacié en yeso blanco. Y todavía está.
–Entonces hay obra suya en el espacio público de Itatí y de Manhattan.
–También hay obra en Queens, y en Miami hay una mujer en bronce de 800 kilos, una maternidad, que se llama Madre tierra. Hay otra obra más en este barrio, en el Museo del Parque Saavedra, y otra en Puerto Madero. Esta exposición en Buenos Aires es algo así como un premio. Estar en el taller es mi vida. Los colores, los pinceles... son mi vida.